miércoles, 10 de septiembre de 2014

La visita pastoral



Nadie supo romper aquel silencio torvo y denso, enmarañado de rencores centenarios, conocidos por todos aunque nadie hubiera dicho nunca nada.

Nadie quiso empañar el dulce sabor de la venganza de aquel minuto interminable que compensaba, de golpe, veinte años de desdenes.

Sólo el obispo, sólo él parecía, al mismo tiempo, ajeno y necesario, en aquel cuadro intemporal de miserias orgullosas.

Y lo cierto es que todo ocurrió en un instante imprevisible, como llegan las tormentas a los pueblos de La Nava.

Desde hacía treinta años no se había visto por el pueblo ningún cura forastero, si se quitaba el fraile capuchino que vino una vez por la fiesta de San Blas y el hijo de Evaristo, que estuvo un verano de hace tiempo a curarse de unas fiebres que había cogido con los indios. Pero aquello, como es lógico, no tenía nada que ver. Aunque alguien había dicho que al hijo de Evaristo, en el convento, le llamaban Fray Pedro de la Nava , en el pueblo seguía siendo Doro el de Evaristo o, si me obligan, Doro "El Calentín", como habían llamado a su abuelo, a su padre y sus hermanos.
Pero un obispo, lo que se dice un obispo, nadie había oído que hubiera pasado ninguno jamás por la comarca.

Don Raimundo había anunciado su visita en la misa del domingo. Era lo único nuevo y sorprendente que había dicho en quince años. Por eso, tal vez, tardaron un momento en comprenderlo, distraídos, como siempre, en un sermón de milagros y reproches.
Parecía que el obispo quería hacer un recorrido por los pueblos de La Nava: Quintanilla y San Adrián, por la mañana; Pobladura y Las Barreras, por la tarde. Por eso, les pedía que estuvieran reunidos el jueves, a las cinco, en los portales de la iglesia.

Y el jueves, a las cinco, fueron llegando, silenciosos como tordos, los nueve vecinos que aún poblaban, por entonces, Las Barreras de La Nava.

Fueron llegando poco a poco. Ocuparon su puesto en el poyo de la entrada y esperaron, resignados, sin pasión y sin temor, como se espera el verano o las desgracias.

Y llegó el obispo al fin, como llega el verano, tarde y seco, sin mirar a los ojos, repartiendo bendiciones, pretendiendo derretir, con su presencia, las últimas heladas del invierno.

Y dijo no se qué de la paz en las aldeas, del trabajo, las cosechas y la pureza del aire y las costumbres.

Pero nada parecía suficiente para romper el silencio de los fieles.

Y fue entonces cuando dijo, inconsciente, aquello que, sin duda, se habrá reprochado, desde entonces, tantas veces:

-"Siendo ustedes tan pocos, se querrán como una auténtica familia"

Fue aquella la primera señal de la tormenta, el primer trueno que estremece las majadas en las tardes de septiembre.

Y después ya todo fue imparable, imprevisible como el odio y el granizo.

-"Dígaselo a este, que ha movido los mojones de las tierras"
-"¿Y tú?, que te has quedado con la herencia de tu hermana..."

Se levantó el vendaval de los rencores, la sorda acusación de las injurias, el turbio manantial de las envidias, la venganza primitiva del insulto, el desprecio y el silencio.

Creció y creció la espiral, como crecen al deshielo, las aguas desbordadas de la presa hasta que sonó, como un bálsamo, la voz de Atilano, el cantinero:

- ¡"Callaros, hostia, que está aquí el Señor Obispo"

Y estalló, como dije, el estruendoso silencio de un minuto interminable y cuando el coche del obispo se perdió entre el polvo tras la vuelta del camino de la ermita, quise ver una sonrisa en algún rostro impenetrable.


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Publicado en FRANCISCO FLECHA, El Vuelo del Milano, León, Celarayn, 2006.

2 comentarios:

Mauro Navarro Ginés dijo...

Como siempre, aunque no siempre te lo diga, un gusto leerte. Me alegras la vida con tus relatos. Un abrazo...

Mauro Navarro Ginés dijo...

Como siempre, aunque no siempre te lo diga, es un placer leer tus relatos. Me alegran la vida. Un abrazo ...