miércoles, 22 de mayo de 2013

Vestido con plumas ajenas







R I C H A R D    B R A U T I G A N
La pesca  de la  trucha  en  América


T O C A   MA D E R A
    Segunda Parte

Una tarde de primavera, siendo yo niño en la extraña ciudad de Portland, bajé caminando hasta un cruce singular y vi una hilera de casas antiguas, amontonadas como focas sobre un peñasco.

Luego venía un largo campo que seguía la suave pendiente de una colina.

El campo estaba cubierto de hierba verde y arbustos.

En la cima de la colina crecía un bosquecillo de árboles espigados y oscuros. Desde lejos vi una cascada que caía por la ladera, larga y blanca, y casi pude sentir su fría salpicadura.

Debe de haber un arroyo por ahí, pensé, y es probable que haya trucha.
Truchas.

Por fin, la oportunidad de salir a pescar truchas, de atrapar mi primera trucha, de contemplar Pittsburgh.

Oscurecía. No me daba tiempo de acercarme a buscar el arroyo. Volví a casa, pasando junto a los bigotes de vidrio de las casas que reflejaban la presurosa caída en cascada de la noche.

Al día siguiente saldría por primera vez a pescar truchas.
Pensaba levantarme temprano, desayunar y salir.

Había oído que era mejor salir temprano. Las truchas eran mejores. Por las mañanas tenían algo extra. Me fui a casa a prepararme para la pesca de la trucha en América. No tenía aparejos de pesca, así que tuve que recurrir a un aparejo de pega.

Como de chiste.
Se levanta el telón y se ve...
Doblé un alfiler y lo até a un pedazo de hilo blanco.
Y dormí.

A la mañana siguiente me desperté temprano y desayuné.
Me llevé una rebanada de pan blanco para usarlo como cebo. La idea era hacer bolitas con la miga blanda del centro y clavarlas en mi anzuelo de pantomima.

Salí de allí y fui caminando hasta el otro cruce.
Qué bonito me pareció el campo y el arroyo que se precipitaba desde lo alto de la colina por la cascada.

Pero a medida que me acercaba al arroyo me di cuenta de que algo no iba bien. Algo le pasaba al arroyo. Algo extraño. En su movimiento había algo que fallaba. Al final estaba lo bastante cerca para ver qué pasaba.

La cascada no era más que un tramo de escalones blancos de madera que conducían a una casa entre los árboles.

Me quedé allí un rato largo, mirando arriba y abajo, siguiendo los escalones con la mirada, sin poder creérmelo.

Finalmente toqué mi cascada y oí el sonido de la madera.
Al final acabé siendo mi propia trucha y comiéndome la rebanada de pan.

1 comentario:

emejota dijo...

Así acabamos algunos de aquellos a los que se nos ocurre pensar.