jueves, 19 de julio de 2012

Vestido con plumas ajenas




El fabricante de aviones

Francisco Javier Gómez Cavacid


El calor sofocante y espeso, casi sólido, que hacía opresivo el interior del vagón de tercera clase, el bullicio de los vendedores ambulantes, el apresuramiento alborotado de los viajeros, y el ruido que con forma de ranchera salía de una rockola desde el bar de la estación de Girardot sacaron a Venancio, el enfermero, del profundo sueño en que se había sumido pocas horas antes cuando el tren salió de Honda. Verificar que la silla de al lado estaba desocupada produjo un terrorífico vacío en el estómago del enfermero, que comenzó a sudar profusamente con las glándulas activadas por el calor y el miedo. Una vieja que arrastraba una maleta por el pasillo del vagón le confirmó la cruda realidad: “Su amigo se bajó en la estación anterior y me dijo que lo dejara dormir tranquilo porque estaba muy cansado”.
Tenía que encontrar una solución y pronto, pues del éxito de su misión dependía su trabajo en el Hospital de Barranquilla de donde había salido con miles de recomendaciones de su jefe para entregar sano y salvo al bendito loco, cuya huída estaba a punto de enloquecerlo a él. Convencido de que debía calmarse para pensar serenamente, enjugó el sudor con una bayetilla, se aproximó al bar para calmar la sed con una cerveza y comenzó a barajar en su mente posibles soluciones a su problema. En esas se encontraba, cuando atinó a pasar por su lado un hombre que ofrecía avioncitos hechos artesanalmente en balso… la vista de los aviones echó a volar la imaginación de Venancio; entonces, con voz meliflua se acercó y le dijo:
— ¿A cómo vendes los aviones?
— Los pequeños a dos pesos y los grandes a cinco; yo mismo los hago en mi fábrica de aviones ¿Cuántos quiere patrón?
— En realidad sólo quiero uno pero te lo compro mañana ― dijo Venancio con una sonrisa ―; por ahora lo que quiero es proponerte un negocio. Verás ― agregó, colocándole una mano sobre el hombro ―, te propongo que me acompañes hasta Sibaté para que me ayudes a traer un loco que tengo que recoger para llevarlo en tren hasta Barranquilla. Creo que entre los dos lo podremos controlar hasta meterlo en el vagón. Una vez embarcado, yo me las puedo arreglar solo. Si salimos hoy mismo, estaremos de regreso mañana y tú te habrás ganado por el mandado 50 pesos. Lo que valen diez de tus aviones grandes. ¿Cómo te parece, aceptas?
El muchacho se dijo para sus adentros que nada perdía y más bien se ganaba la plata que necesitaba para comprar un radio de tubos. Sin mucho dudarlo aceptó la propuesta.
Al día siguiente Venancio tomaba el tren hacia Barranquilla plenamente satisfecho, mientras en el manicomio de Sibaté el pobre fabricante de aviones intentaba, infructuosamente, convencer a los siquiatras de que no estaba loco y de que tenía una fábrica de aviones en Girardot.





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