Todo ocurría en la cuenca siguiendo un ritmo cósmico apenas perceptible. Pasaban los veranos, los inviernos, los días y las noches con la misma lentitud de la nieve y las miserias.
Ni siquiera en la mina se notaba gran diferencia en las labores con las que hacían los romanos excavando las montañas en busca del oro y de la muerte.
Y eso a pesar del ingeniero y los peritos.
Podría decirse, como muestra, que, desde siempre, para hablar en la mina (desde la bocamina al pozo o de una a otra galería) sobraba con un par de cojones y unas voces bien templadas al calor del orujo y los barrenos.
Pero vino el ingeniero nuevo cuando las minas las compraron los de HUNOSA y decidió que había que modernizarse y poner telefonillos.
Para probar el artilugio, llamó Antonino desde arriba apretando a la oreja el aparato:
- ¿Óyesme, Lín?
Y Lín contestó desde el pozo con las mismas voces de costumbre:
- Sí, Nino, sí; pero por fuera.
Estaba visto que la cuenca no estaba preparada para tanta sutileza.
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