sábado, 21 de julio de 2012

La cuenca

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La cuenca era, y sigue siendo, mientras dure, en este reino bravío y montañoso un lugar mágico, misterioso y primigenio donde convivían, y siguen conviviendo en perfecto maridaje, los mineros, las mujeres, los viejos, los lobos y los guajes en perfecta armonía y maridaje con la defensa del trabajo, la justicia y la urgencia de vivir el momento en la mesa, la cantina o en la cama (que abajo, en la galería solo hay noche, grisú y el carbón que enriquece a gentes que respiran otros aires).


Todo ocurría en la cuenca siguiendo un ritmo cósmico apenas perceptible. Pasaban los veranos, los inviernos, los días y las noches con la misma lentitud de la nieve y las miserias.


Ni siquiera en la mina se notaba gran diferencia en las labores con las que hacían los romanos excavando las montañas en busca del oro y de la muerte.


Y eso a pesar del ingeniero y los peritos.


Podría decirse, como muestra, que, desde siempre, para hablar en la mina (desde la bocamina al pozo o de una a otra galería) sobraba con un par de cojones y unas voces bien templadas al calor del orujo y los barrenos.


Pero vino el ingeniero nuevo cuando las minas las compraron los de HUNOSA y decidió que había que modernizarse y poner telefonillos.


Para probar el artilugio, llamó Antonino desde arriba apretando a la oreja el aparato:


- ¿Óyesme, Lín?

Y Lín contestó desde el pozo con las mismas voces de costumbre:


- Sí, Nino, sí; pero por fuera.

Estaba visto que la cuenca no estaba preparada para tanta sutileza.

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