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Con permiso de Favelis
"A los seis años tuve que interrumpir mi educación para ir a la escuela"
García Márquez
Lo oí hace ya años en una tertulia intrascendente y, desde el principio, me pareció algo más que una frase ingeniosa. Pocas veces había oído algo que definiera mejor ese largo proceso educativo:
"El primer día que los niños van al colegio, lloran; y eso que no saben que empieza, para ellos, la guerra de los treinta años"
Ciertamente es, y parece, una guerra interminable en la que la soldadesca se recluta entre gentes que recuerdan todavía los pañales y se licencian cuando pesan por igual en el zurrón los paquetes de fracasos y proyectos.
Ciertamente es, y parece, una guerra interminable para aprender algunas cosas de moros y cristianos, de la lengua que hablaban, cuando Cristo, los romanos o aquella frase que dicen que decía por las plazas un barbudo al que, seguramente, nadie escuchaba, por pesado.
Por todo ello, uno llega a sospechar que el interés de todo el mundo por tenernos a todos encerrados treinta años en la escuela debe ser para que aprendamos, lentamente, sin apenas darnos cuenta, durante casi media vida, algo que parece importarle, más que nada, a quien paga y a quien manda.
Y puestos ya a sospechar, en toda regla, uno llega a pensar que lo que se intenta trasmitir no es otra cosa que aquel eterno juego del poder y sumisión en que parece haberse basado desde siempre cualquier sociedad humana, civil o religiosa y que parece importarle, más que nada, a quien paga y a quien manda.
Por eso no se pide tanto al maestro (o al sacerdote, al torero, al cantaor, con quienes comparte, curiosamente, el nombre de maestro) que sea sabio, sino que transmita y enseñe la esencia misteriosa de las cosas que fundamenta el orden, la obediencia y el respeto.
Pero ¿y todo esto no podría aprenderse en casa, entre los nuestros, ante la vista amorosa de los padres?. Pues no (o, al menos, no parece) porque no se trata de enseñar "la ley del padre" sino los secretos de la ley abstracta y dura, independiente del afecto, que a todos obliga y sobrecoge.
No es, por tanto, de extrañar que el niño llore. Lo que me extraña es que no lloren, también, los profesores, obligados a cargar con tanta herencia.
Y si no lloramos, también, los profesores, de vuelta al colegio cada año es porque, alguna vez, también soñamos en cambiar este viejo ritual de la obediencia por otro en que se aprenda, lentamente, durante casi media vida, dándose perfectamente cuenta, el juego gozoso y creador de hacer, unido a otros, un mundo en el que las leyes del poder y sumisión sean un recuerdo tan confuso como la lengua que hablaban, cuando Cristo, los romanos.
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1 comentario:
Don Francisco,
Afortunadamente seguimos soñando porque el día que los maestros dejemos de ser soñadores e idealistas mal vamos... perderemos entonces el horizonte.
Gracias por el post de comienzo de curso que nos permite seguir soñando incluso despiertos.
Ahora que estoy al otro lado del charco sigo disfrutando no poco de las crónicas del Reino Menguante al que pertenezco.
Un abrazo
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