martes, 29 de abril de 2008

Lecciones de balística.

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Ahora que estoy a punto de rendirme con armas y bagajes y terminar así esta interminable guerra de los treinta años que ha constituido el áspero mundo de la escuela y que, por circunstancias de la vida, ha venido a ser el nicho en el que he ido alcanzando el deterioro en que me encuentro, en el momento del recuento, entre todos los recuerdos, sobresale, como supremo monumento al saber, la inefable enseñanza del sargento Picurri.

El sargento Picurri no escondía el orgullo de haber conseguido los galones tras treinta años de chuscos, de guardias y de heladas en aquellas altas parameras del campamento del Ferral, cuyas condiciones extremas ensalzaban, cantando, los reclutas:

"Campamento del Ferral,
campamento del Ferral,
matadero de reclutas.
La quinta el 68,
la quinta el 68
las está pasando putas.
Madre si tienes un hijo,
madre si tienes un hijo
y quieres que se te muera
mándalo para el Ferral,
mándalo para el Ferral
sin dinero en la cartera.
Sin dinero en la cartera,
sin chorizo en el macuto
y a eso de los quince días,
y a eso de los quince días
tendrás un hijo difunto.


A todas estas inclemencias (y a otras muchas) había sobrevivido el sargento, que consideraba su situación actual como un auténtico golpe de suerte, dadas sus limitaciones históricas, intelectuales y generacionales, dado que había llegado al ejército con el escaso equipaje de las letras y algo más que había aprendido en la escuela de su pueblo. "De los ocho hermanos que he tenido, soy el único con carrera", manifestaba con orgullo.

Y de estos saberes aprendidos en la mili, le gustaba hacer gala en las clases de "Teórica". Sobre todo cuando contaba con estudiantes como oyentes.

-"La bala de cañón describe una trayectoria curva y, finalmente, cae al suelo. ¿A qué diréis que se debe la caída?"

Y, cuando algún espabilado respondía que a la fuerza de la gravedad, contestaba como quien abre los ojos, indulgente, a un ingenuo auditorio:

-"La gravedad, la gravedad... ¡No me jodas, chaval! Cae por su propio peso".

E interpretaba las risas, que siempre surgían espontaneas, como el tributo merecido a su lógica aplastante.

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sábado, 26 de abril de 2008

La guapa.

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-"No podía dejarse derrumbar ahora. Ahora menos que nunca. Nada de lutos ni de lágrimas. Ella en su sitio, como siempre".

Se miró largamente en el espejo del armario como quien se prepara a conciencia para emprender la batalla cotidiana.

- Quizás tuviera que sacar un poquito las pinzas de la blusa.

Imitó la pose de la foto del periódico que Bernardo había enmarcado y puesto encima de la puerta de la tienda que daba a la cocina.

- Y, además, el tiempo pasa para todas. La diferencia es que la que empezó siendo un cubeto solo puede aspirar a odre de vino. Y este cuerpo suyo de ahora no les tocaría a muchas ni en el sorteo de los ciegos. ¿Que rabien y les coma la envidia las entrañas!.

Como si aquello le hubiera dado fuerzas, de repente, se quitó la blusa y buscó en el armario aquel vestido rojo con flores amarillas rodeando el escote y sobrevolando en desorden los vuelos de la falda.

No sabría precisar, y tampoco le importaba averiguarlo, si le gustaba en especial aquel vestido o si era el que más molestaba a las vecinas.

Era el mismo que llevaba aquella tarde de agosto de hacia ahora cinco años.

Las tardes de agosto parecían siempre interminables. Aunque no mucho más interminables que los días y las noches de cualquier época del año. El problema no era de estaciones, sino de la vida tediosa de estos pueblos de La Nava.

Si le hubieran dicho cuando tenía veinte años que se iba a quedar en Pobladura se hubiera reído a carcajadas. Lo suyo era irse a la ciudad, a Madrid, seguramente, y trabajar de maniquí, que el tipo, desde luego no le faltaba, ni la clase, ni ese leve bamboleo al caminar.

Pero después, la vida o yo qué se, le fue atando sin apenas darse cuenta a Bernardo, a la tienda de la plaza y a este pueblucho de mierda donde nadie parecía ser capaz de distinguir entre la miel y la papilla de los cerdos.

Bernardo no fue malo para ella. Nunca le negó ningún capricho. Y ¡cómo disfrutaba con los regalos que le hacía, por sorpresa!. Como el día en que el coche de línea de las cinco trajo una inmensa caja de madera que tuvieron que pujar, resoplando como bueyes, cuatro mozos.

La mandó él poner en el centro de la tienda y comenzó a abrirla entre risas, nervioso como un niño, hasta que mostró a todos la pianola que había mandado traer desde Sevilla con siete rollos de tangos y boleros. Se empeñó en que ella tocara para todos "Cambalache". Tocó ella con desgana, por no desairarle, pero sabiendo de antemano que ni aquello ni nada podría arrancarle a ella a tristeza. Bernardo, escuchando, reía y lloraba, a la vez, como los niños.

Era un buen hombre, ya lo se. Por más que pensara no podría recordar ningún reproche. Pero, a veces, una mujer necesita que le tiembles las rodillas cuando se le acerca el hombre con quien vive.

O sea, como aquella tarde de agosto de hace ahora cinco años.

Había terminado de fregar en la cocina. Bernardo, como siempre, se había ido a dormir a la sombra de la higuera. De la tienda llegaba, como siempre, el sordo zumbido de las moscas y aquel olor salino que despedían, por igual, las piezas del bacalao y los rollos del esparto.

Ningún otro signo de vida cabría esperar hasta la llegada del coche de línea de las cinco, donde venía el correo, la gente que volvía del médico y los encargos que habían hecho a Prudencio, el cobrador, por la mañana.

Por eso no hizo caso cuando oyó, a las tres y media, unos golpes dados con la palma de la mano en el mostrador al que el tiempo, la arena y la lejía habían dado casi el mismo tono y la textura que el bacalao que colgaba de las vigas.

- Rosita, guapa ¿No se atiende hoy aquí a la parroquia?

Salió Rosita limpiándose las manos con un paño de cocina para atender al cabo de los guardias.

Fue entonces. Venía con el cabo un guardia joven, moreno y delicado, con las manos delgadas y huesudas y un mirar como cansado.

- Un carajillo, Rosita, cuando puedas. Bien cargado, por favor.

Sería el calor, o lo imprevisto, o el tono de la voz, o aquel mirar cansado, pero ella sintió que le temblaban las rodillas y que le subía, de pronto, un sofoco inoportuno.

- Tiene que ser de puchero, Usted ya sabe.
- Da igual. Como tú sabes hacerlo.


El tiempo de trasteo en la cocina fue suficiente para recomponer el gesto y la figura. Se alisó el vestido rojo y con flores amarillas, sacó del aparador la bandeja que usaba por las fiestas, se humedeció sabiamente los labios con la punta de la lengua, atusándose el pelo con la mano y salió de nuevo a la tienda con las tazas.
Mientras ponía delante la frasca del orujo, mirando de frente al joven guardia, preguntó, como sin dar importancia a las palabras, como por pura cortesía:

- Y ¿Qué? ¿Destinado a estos pueblos de La Nava?
- ¡Qué se le va a hacer!. ¡La vida manda!


No tendría ni siquiera treinta años y toda la tristeza en la mirada.
Desde entonces, los días se hicieron menos largos para ella.

Hasta los hombres que venían por las noches parecían más limpios, más simpáticos.

- Da gusto verte reír, Rosita, te sienta bien a la cara.

Desde entonces, a las tres, recogida la cocina, se sentaba Rosita a la pianola y llenaban el aire salino de la tienda los lentos acordes de un bolero dulzón y mentiroso.

Contra el poyo de la puerta comenzaron a ser tan habituales las bicicletas de los guardias como las largas siestas de Bernardo a la sombra de la higuera.

- "Pensándolo mejor, tampoco se pondría hoy aquel vestido. ¿Que le importaban a ella ahora las vecinas?

Probó de nuevo la blusa y la falda de lunares.

Fueron aquellas tardes dulces como los higos de septiembre. Pero pronto las cubrió, como ceniza, la tristeza.

- Ya ves, Rosita. Quien manda, manda. Le destinaron ayer para otro puesto. Tuvo que marcharse esta mañana..

Se comió, como tantas otras veces, el dolor y la esperanza.

Las tareas se fueron haciendo más lentas y más largas. Había tardes en que el coche de línea la pillaba todavía recogiendo la cocina. Mandó retirar la pianola de la tienda porque dijo que estorbaba y, además, a ver dónde dejaba los bidones del aceite.

Fue por entonces cuando empezó a sentir aquel dolor en el costado, que le hacía cada día más difícil levantarse de la cama.

Y no es que los nervios, como decían en el pueblo, se le hubieran metido en las entrañas (aunque más de una bruja dijo entonces que lo que tenía la Rosita se llamaba "mal de guardia"). No sirvieron de nada los cuidados de Bernardo, ni las visitas a un médico de Madrid que decían que era tan bueno. No la animó ni siquiera aquella foto que la sacaron paseando por Madrid, que apareció en el "Blanco y Negro" con letras gordas que decían "La guapa de hoy" y que Bernardo había enmarcado y puesto encima de la puerta de la tienda que daba a la cocina.

Ahora que ya se había ido, debía reconocer que Bernardo había sido un hombre bueno para ella. Es verdad que no era lo que ella había soñado en otros tiempos, que eran ya incluso mayor cuando se casaron y que, la verdad, cuando pides otras cosas no te basta la ternura.

Prueba de ello es que todos los males se le fueron de repente cuando recibió aquella primera carta procedente de un cuartel, allá en el Norte.

Las cartas llegaban puntualmente, día tras día, en el coche de las cinco, cada vez más encendidas y más íntimas, animándola a aguantar: que ya vería, que pronto terminaría esta cruel separación, que tal vez algún día..., que un beso, amor, que sueño contigo cada noche, no me olvides... ¡Qué se yo!.

Y ahora que parecía de le volvía, de nuevo la alegría (¡También es fatalidad!) ocurrió lo de Bernardo. Dijeron que fue del corazón, que ni siquiera él se daría cuenta, que fue como no despertarse de la siesta.

Todo había pasado así, tan de repente, que no le había dado ni tiempo a percatarse (¡Qué curioso!) que desde aquel mismo día no había vuelto a llegarle ninguna otra carta desde el Norte.


Tendría que pensar, tal vez, despacio, en todo ello. Pero ahora no podía dejarse derrumbar. Nada de penas. Ella en su sitio, como siempre.
Se puso unas pinzas en el pelo y se dispuso, orgullosa, a emprender la batalla cotidiana.

Abajo, en la tienda, se oía ruido. Seguramente era el coche de línea de las cinco.


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miércoles, 23 de abril de 2008

Los purísimos.

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Higinio Villalón, nacido y criado en el Barrio San Estebán, se dió cuenta una mañana, de repente, de que había entrado irremediablemente en la edad del reuma y los achaques al percatarse, no tanto, de que había cumplido diez trienios de trabajo servil y rutinario en el servicio de Correos, como de que su pensamiento y todas sus conversaciones estaban más apegadas a los vagos recuerdos del pasado que a cualquier plan o iniciativa de futuro.

- Pues ya te digo, sobrino, ya te digo: en aquel internado, reino sempiterno del frío y del silencio, que el obispo colocó, desafiando el azote de los vientos, en la cuesta "La Colorada", más allá de los "altos de la nevera", Cantamilanos y las últimas tejeras de los alrededores del barrio de Corea, en aquel barco fantasma, que navegaba en invierno por los mares de la bruma y las heladas, todo se aprendía de memoria, como una larga letanía.

A veces, hasta en verso:
Los en "us" de la tercera
siempre neutros los verás,
pero serán femeninos
los que cual "fraudis", "salutis"
Hacen en "udis" o en "utis"
sus genitivos latinos.
Y, de este modo, cualquiera que fuese la materia. Lo mismo la Historia, la Geografía o las Ciencias Naturales. En algunas, especiales, había algo que en el instituto llamaban "los problemas".

¿Cuántos grados Reamur son 75 grados Farenheit?

Por ello, resultó una auténtica revolución la llegada de Don Teodoro que, además de haber estudiado con los jesuitas de Comillas, tenía una Historia que, a veces, leía embelesado: "La ciencia y sus progresos". Tres tomos encuadernados en tela, con guardas de cartulina brillante y de colores y editados por una firma importante en Barcelona.

Venía avalado por todos estos méritos y saberes a explicar Física y Química. Y no paró hasta conseguir que le compraran lo que él consideraba de todo punto imprescindible: el recién aparecido "Laboratorio Portátil de Material Escolar Torres Quevedo". Un armario de un metal gris de oficina que abrió para pasmo de los chicos situados en círculo y a una distancia prudencial y reverente, como quien abre el sagrario en un acto de profundo ritual.

Y allí, ordenados puntualmente, podían verse mecheros, potenciómetros, pinzas, probeta, pipetas y matraces y 64 frasquitos con polvos de colores y líquidos extraños, perfectamente etiquetados:

Sulfato de no-sé-qué. Purísimo.
Ácido de no-se-cuántos. Purísimo.
Fue señalando cada cosa con un fervor reverencial, con ademanes medidos y en voz baja, como si estuviera profanando, en favor nuestro, la última tumba del Valle de los Muertos.

Cerró después, con gran cuidado el armarito. Lo colocó en un rincón y dejó escrito en un papel con letra bastardilla:

"No me toquéis los purísimos".
Y, ya te digo, sobrino: jamás volvimos a ver su contenido.

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lunes, 21 de abril de 2008

El Vuelo del Milano.

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Francisco Flecha Andrés, El Vuelo del Milano, León, Ed. Celarayn, 2006.
Retablillo de historias y relatos para repoblar las tierras abrasadas de estos pueblos de La Nava.


"A veces vuela el milano en las tardes de bochorno.
Y se espera que estalle la tormenta.
Aunque sólo sea por sentir que el cielo todavía se acuerda de estas tierras abrasadas por el Sol y por la Historia.
Y cuando, al fin, el primer trueno baja rodando como un canto los cuestos de Talabura, se repueblan los portales con la presencia fugaz o el presagio, levemente enfebrecido, de unas historias que dicen que pasaron o que podrían, tal vez, haber pasado en estos pueblos de La Nava o en la ciudad que duerme al fondo, acurrucada entre aquello que queda de dos ríos y que, vista desde el cueto, parece también insensible a lo que pasa".

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domingo, 20 de abril de 2008

El Marqués de Pobladura.

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Pobladura comenzó, al fin, a morir (o, al menos, nos hicimos conscientes de su muerte, allá en La Nava) el día en que se quemó la casa del marqués.

No hay nada que sobrecoja tanto en estas tierras como el fuego o las tormentas. El resto de los males parecen siempre la consecuencia natural del implacable caminar de la máquina del cielo. El fuego y la tormenta tienen algo de castigo inesperado.

Comenzó a arder por las paneras, se extendió el fuego al corredor, a la bodega. Cuando comenzaron a dar la alarma las campanas, el fuego había llegado a los tejados. Se derrumbó con estrépito la vigada de la sala alta y las brasas cayeron crepitando hasta el portal.

Todo fue inútil. A la mañana siguiente solo quedaban las paredes renegridas de humo de la fachada principal. Y los trozos del escudo que remataba la portada (que siempre creímos que lo había esculpido un cantero de Toledo) aparecían esparcidos por el suelo mostrando la impudicia de sus hechuras de argamasa.

Es cierto que la casa del marqués hacía muchos años que no era lo de antes: ni caballos, ni calesas, ni los muebles de castaño, ni la armadura del portal, ni criados, ni los cuadros del abuelo. Todo se había ido perdiendo poco a poco a medida que se hacían más frecuentes las juergas del padre del marqués.

Juergas de señoritos con amigos de Madrid, que venían con mujeres de la vida, vestidas de cupletistas y pintadas como monas y a las que hacían correr, borrachos como cubas, en pelotas por la huerta, azuzando a los perros y disparando al alto la escopeta

-"¡A por ellas, Sultán, que son conejos!".

Por eso extrañó tanto en La Nava que Don Paco, el marqués, hubiera salido tan santurrón. Decían que hasta había querido meterse trapense, cuando mozo.

Después se fue a Oviedo con su tío el arcipreste que estaba de cura en la iglesia de San Tirso. Allí estudió Derecho y decían que era un procurador de mucha pompa.

Venía cada año a La Nava, por Noviembre, a cobrar las rentas de las fincas.

Impresionaba verle, grandón como un apóstol, con su capa y su sombrero (Venía en taxi desde Oviedo y contaban que, alguna vez, había hecho volver al taxista desde el puerto porque había olvidado su sombrero). Mandaba decir unas misas a Don Pedro por sus muertos y se volvía para Asturias sin hablar con nadie del pueblo. Sólo Loreto se atrevía a dirigirle la palabra.

Loreto era una mujer entera como pocas. Ni los muertos la asustaban. De ella se contaba que después de tres años de viuda fue sola un domingo por la tarde al cementerio para advertirle a voces al difunto:

-"¡Luis, que vengo a decirte que me caso, porque si no estás mejor que yo bien amolao estás!".

Y es que Don Paco, además del porte y de aquella humanidad como un castillo tenía un no se qué de autoridad capaz de impresionar a un arzobispo.

Y no se crea que esto es hablar por hablar. Solo habría que recordar aquella vez que Don Paco decidió organizar una peregrinación a Roma para ganar el jubileo con la Adoración Nocturna de Asturias y León. Fueron meses de trabajos, de cartas, de visitas, porque al marqués le gustaba ser muy escrupuloso con todas estas cosas. Había comprado setecientas banderas nacionales y otras tantas pontificias, mil quinientas insignias, estampas y rosarios y una virgen de escayola para llevarle de regalo al Santo Padre.

Se instaló una semana antes con todo este equipaje en el Hostal para que nada se olvidara. Fue allí donde se enteró, al leer el ABC que le subían cada día con el desayuno, de que en el Concilio se estaba discutiendo la conveniencia de suprimir las indulgencias.

Le pareció una traidora puñalada. Ahora que faltaban cuatro días para la peregrinación de sus desvelos.

No lo pensó dos veces. Pidió papel y mandó con toda urgencia el siguiente telegrama:

"A la atención del Santo Padre. Ciudad del Vaticano. Ruego suspenda de inmediato debate indulgencias. Stop. Caso de resultar imposible ruego tal medida no tenga efectos retroactivos. Firmado: Francisco de Paula, hijo fiel de la Iglesia y Marqués de Pobladura".


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martes, 15 de abril de 2008

El Extranjero.

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Tenía que reconocerlo. No le habían hecho nada. Nunca había tenido con ellos ni el más mínimo conflicto. Es más, recordaba que, de niño, le producían una especie de ternura aquellas cabezas de negritos, indios, pieles rojas y mestizos que las monjas del colegio usaban como huchas para la colecta del DOMUND. Lo de las cinco razas humanas (blanca, negra, roja, amarilla y cobriza) era una cosa exótica, misteriosa y lejana. Cosa de láminas colgadas en las paredes de la escuela. Después vino aquella colección de "Razas Humanas" que compraban sus hermanos y desde cuyos cromos miraban al frente, retadores y confusos, negros y negras con narices perforadas y atravesadas por huesos, platillos incrustados en los labios, aros de metal con que alargaban increíblemente el cuello o conchas casi enterradas en la frente y en la espalda.

En fin, cosas nunca vistas y lejanas.

Pero últimamente les veía paseando las calles en cantidades crecientes, vendiendo en los rastrillos, esperando la consulta del médico en urgencias.

Y, no me digáis por qué, pero comenzó a sentir por ellos una especie de prevención y de rechazo.

- ¡Que se vuelvan a su tierra, que sólo vienen a aprovecharse, a quitarnos lo que es nuestro!.

El sentimiento se hizo tan persistente y obsesivo que apenas podía soportarlo.

Hasta que, esta mañana, al mirarse al espejo, sintió que, de repente, había perdido totalmente el respeto que sentía hacia sí mismo: en esta habitación, la 224, del Regency Hotel, en pleno barrio del Bronx, descubrió con horror que lo que veía frente a él en el espejo no era otra cosa que la cara asustada de un asqueroso y estúpido extranjero.


domingo, 13 de abril de 2008

Evaristo y el mar

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Evaristo murió una mañana de marzo sin haber visto el mar. Al menos, eso decía la gente del barrio al verle pasar cada día (la boina calada, la chaqueta de pana, el colegial y el paraguas terciado a la espalda), camino de Carbajal.

Eran ya quince años los que Evaristo había gastado oteando el mar de centenos y barbechos de las Eras de Renueva, apostado en Cantamilanos, vigilando, por si acaso volvían algún día.

- Pero ¿quién quieres que venga, Evaristo, hombre?
- Pues ellos, coño, Lucio, los de entonces, no seas bobo.

Algunos decían que había empezado con eso cuando vino de hacer el Servicio en Zamora; otros, que eran cosas de amores; y algún otro, que era el miedo pegado a las tripas de cuando la guerra.

Pero eran ya quince años, cumplidos como un rito cotidiano, con sol o con nieve. oteando los mares de trigo de la vega del Bernesga, cobijado, los días de viento, a la abrigada de las tapias del polvorín, contemplando impasible la tranquila deriva del viejo vapor renqueante que parecía la fábrica de botellas en su eterno viaje hacia Asturias.

Las lecheras, si acaso le encontraban al paso, le decían, aguantando las risas:

- ¡Vigila, Evaristo, vigila, que vienen dos barcos de arriba!

Y Evaristo callaba y miraba, clavados los ojos en un punto lejano, como viendo crecer las paleras de la vieja Granja-Escuela de Don Nicóstrato Vela.

Y por la tarde, al sol puesto, volvía Evaristo despacio, cansados los ojos de tanto mirar y entraba a sentarse un momento al fielato, con Lucio.

Y Lucio sacaba del cesto el pan, el chorizo, el queso y aquella botella de vino con la paja en el corcho. Comían despacio, en silencio. Y Evaristo, al calor de la estufa, se quedaba dormido. Al despertar, se ajustaba la boina, levantaba la mano en un incierto saludo y se iba, fundido en la noche.

Los últimos días de aquel mes de febrero, su pecho rugía como un viejo vapor; apenas comía y se despertaba asustado, sorprendido por alguna presencia invisible.

- Me voy, Lucio, que vienen por mí.

No volvieron a verle ya más. Y aquella mañana de marzo, las lecheras bajaron diciendo que habían visto subir por el río, despacio, dos barcos, camino de Carbajal.

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miércoles, 9 de abril de 2008

El pescador de sirenas

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Lourenzo Oliveira, natural de La Puebla del Caramiñal y residente en la villa, de oficio pescador, soltero y sin compromiso, con domicilio en la Ruela do Porto, número 24, donde vivía en estricta soledad desde que falleció su madre con los fríos de febrero del año 74, sintió que su vida había cambiado de forma radical y para siempre el día en que subió a la barca,aunque parezca difícil creerlo, enredada entre las redes y casi escondida entre las xovas, una sirena.

Así como suena: una sirena.

Y cambió, como digo, su vida, de forma radical y para siempre. Mucho más de lo que jamás hubiera imaginado.

Escondió como pudo la pesca, que la gente es mala y envidiosa y, más que nada, por no dar explicaciones (que no era amigo de andar hablando a lo bobo con vecinos) alojó como pudo a la sirena en el pilón que tenía en el patio para lavar las almejas, el berberecho y las navajas.

Fueron días de vino, de besos y de risas. Le volvió la alegría y se hicieron más dulces y más cortas las noches del invierno.

Pero el tiempo y la rutina le hicieron poco a poco consciente de que los placeres primeros llevan siempre consigo, también, inconvenientes.

Fue primero la molestia cotidiana de dormir en el pilón, con el agua enfriándole los lomos y aquella humedad criminal para el reuma. Después, los caprichos de la bella, insoportables para un hombre de costumbres recias y ajeno a los caprichos: que si no le gustaba el pote, que hay que ver, que no me quieres, que por qué no me compras frutas de esas tropicales como aquellas de las islas desiertas del Caribe, que si esto y que lo otro.

Y así, día tras día.

Pero, incluso, a esto fue heroicamente acostumbrándose. Luego comenzaron en ambos, con los primeros días del verano, los cambios paulatinos: se le fue cubriendo a él el cuerpo con escamas, mientras ella cada día estaba mas suelta, más lozana. Se desprendió un día de la cola y resultó una moza guapetona, hecha y derecha, como Dios manda.

Pasados los calores del verano, con los días lluviosos del otoño, ella anda todo el día enredada por la calle, de charla con amigas por la Puebla, de cafés con bollería en la terraza de "Las Brisas".

Y él siente que el pilón empieza a quedarle un poco estrecho, ahora que se ha visto totalmente convertido en un atún de tres arrobas.

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martes, 8 de abril de 2008

Cosa seria, el humor.

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En setiembre, como se ve en la imagen, se celebrara en León un Curso de Verano, propuesto y organizado por Martín Favelis que, según creo y espero, tendrá mucho interes y que recomiendo a los que podais estar esos días en este Reino Menguante.

(Esto, tal vez, sea Spam, pero, de todos modos, hecho en casa).

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domingo, 6 de abril de 2008

Leyendas del cabo Picurri

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LA AUTOCRÍTICA.

Durante mucho tiempo, en aquellos años de juventud, fue referencia obligada de todas nuestras conversaciones de bodega en tardes de amor y vino.

Cualquiera que fuese el punto de partida, la conversación caía siempre, en algún momento, en el recuerdo de alguna tierna ferocidad, conocida por todos, del cabo Picurri.

Siempre se contaban las historias como nuevas, aunque eran siempre las mismas, y siempre las reíamos como si hubiesen ocurrido ahora mismo.

Se convirtió en una especie de héroe de tebeo, orgulloso y exigente, tierno y desvalido, azote y mayoral de la tropa en aquel campamento de reclutas destinado, parecía, a que los mozos de reemplazo de Murcia o Extremadura descubrieran en sus carnes la experiencia irrepetible de las heladas de Enero en las altas parameras de esta tierra.

Los quince años de oficio a golpe de reenganche, la voz un poco rota por culpa del tabaco, del orujo o de los gritos que acompañan la instrucción le daban mucha más autoridad de la que cabría esperar de los galones o de la estampa militar que cabía en su metro sesenta de estatura.

Como de todos los héroes de leyenda, se contaban de él cuatrocientas aventuras de faldas sabiamente entremezcladas y las visitas de otras veinte al coronel a reclamar justicia o protección por la deshonra sufrida en noches de verbena al abrigo de las parvas en las eras.

Porque el cabo, además de otras prendas más íntimas u ocultas tenía un hablar meloso cuando estaba con mujeres que para sí lo querría más de un capitán de la academia.
Incluso, cuando estaba de servicio en el cuartel, sobre todo al llegar los sargentos de complemento (a quienes solía mirar con indulgencia porque, a pesar de sus estudios, no eran militares de raza y de macuto, exageraba, si cabe, el cuidado en la expresión.

Era entonces cuando solía decir, como advirtiendo, aquella frase, al principio de las guardias, que quedó para nosotros como un lema insuperable:

- "¡Ten cuidado, chaval, y no te duermas, que te meto una autocrítica que te cagas!"

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miércoles, 2 de abril de 2008

árbol frondoso.


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Sor Teresa, o sea, en el mundo, Encarnita la de Tomás el de la fragua, había llegado a esa edad incierta e inexorable en la que una recuerda lo que ha hecho y lo que queda después de treinta y cinco años de convento. El convento donde había ingresado cuando niña. Y el balance resultaba lastimoso: no había tenido (como era de esperar, por otra parte) ni un solo hijo, ni había escrito jamás un solo libro, ni siquiera un milagro tan solo o un prodigio, ni un atisbo siquiera de estar llegando a santa o a abadesa.

Quizá por todo ello, o por los ayunos y abstinencias de la última cuaresma, se le apoderó de repente una tristura insuperable.

Así que, una mañana aún fría de marzo, el día de San Patricio, por más señas, después de la oración de la mañana enterró sus pies en la huerta, entre el pozo y el membrillo y esperó a pie firme y en silencio. A la hora de nona ya había empezado a enraizar. Con el toque de vísperas, le brotaron yemas y brotes pequeñitos en los brazos y hoy, tres veranos más tarde es un árbol frondoso y vegetal cargado de manzanas, de pájaros y trinos.

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