miércoles, 19 de diciembre de 2007

Esperando a Gulliver

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Mi hermana Betty y yo pasamos la infancia viendo languidecer a nuestra madre que, aún sin decirlo, esperaba día tras día, a su marido (y nuestro padre Gulliver, empeñado en enrolarse, vez tras vez, en aventuras marinas apenas comprensibles y de las que volvía contando historias increíbles, teniendo, como tenía, una familia y una profesión en estas tierras de Inglaterra que podrían habernos procurado a todos una vida acomodada de burgueses respetuosos de Dios y de las leyes. Que no es mucho desear, supongo yo.

Fueron, para madre, como digo, días y noches esperando a Gulliver. Años de penuria viendo crecer a los hijos y alejarse al mismo tiempo, con mucha pena y poca gloria, los años de la risueña juventud. Días y días con la vista fija en altamar imaginando que volvía.

Hasta que un día dijeron que un barco roto, totalmente desguazado (o lo que quedaba de ello) había encallado, como quien viene a morir en tierra firme, en la Playa del Poniente. Alguien dijo que en su costado se veía algún resto de su nombre: “Wooden Rose”.

Era el nombre del barco en que padre había emprendido su última aventura enloquecida.

Madre se acercó hasta la playa, temerosa y excitada, reprimiendo un sofoco repentino, controlando la emoción, mascullando los reproches que había repetido mil veces por las noches golpeando con el puño las almohadas.

No había nada en medio de aquella ruina ¿o tal vez si? Una pequeña cajita, como una casa de muñecas, con pequeñas ventanas con macetas diminutas y allá dentro, saludando con la mano, un ser igualmente diminuto que (seguramente era sólo una ilusión) asemejaba al Gulliver de entonces en tamaño sorprendentemente reducido.

Recogió la cajita, se la llevó a casa y alimenta, desde entonces, al hombrecillo con migajas de galleta. Y allí tiene la caja colgada en la ventana, aprovechando los rayos del Sol y la brisa saludable de estas mañanas fresquitas de mayo.

A nadie le ha contado su secreto. Ya ha tenido bastante en esta vida de burlas y de lástimas.

Y yo ¿qué quieren que les diga? Pues no me acostumbro a llamarle “papá” a esta especie de pájaro enjaulado al que antes apenas había visto

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