sábado, 22 de diciembre de 2007

La vida, mi amor, es una enfermedad degenerativa


(Este es un texto compuesto para la edición de Libro, presentado ayer mismo, Luz en la Sombra, contribución de escritores, pintores y afectados para celebrar el X Aniversario de la Asociación ALDEM (Asociación Leonesa de Esclerosis Múltiple). Se Reproduce aquí como una muestra más de compromiso y difusión de lo que representa esta enfermedad, desconocida hasta hace poco y que tiene condicionada la vida de no pocos afectados.
Con cariño y solidaridad.


LA VIDA, MI AMOR, ES UNA ENFERMEDAD DEGENERATIVA


(Relato a partir de la historia real “Mi historia con la EM” de C. Garrido)

Nos conocimos hace ahora seis años. Estudiábamos entonces COU Nocturno en el instituto que está junto a la plaza. Yo tenía, por entonces, unos dieciocho años haciéndome chiribitas en la cara. El, algunos más, pongamos veinticuatro, que no es fácil compaginar el estudio con el trabajo de dependiente en Calzados La Imperial. Empezamos con lo nuestro como empiezan estas cosas: “Oye, que si me dejas los apuntes de Historia, que los tienes tan curiosos…, oye, que si quedamos y me ayudas con el rollo de la Física, que hay cosas que no entiendo, que si te apetece ir al cine este fin de semana, que qué te pasó ayer que te estuve esperando y no llamaste….”

Unas cosas llevaron a las otras y pasamos, apenas sin notarlo, de compañeros a amigos y de amigos a pareja.

Fueron días de risas y promesas. Y ni que decir tiene que aquellos primeros trastornos nos pasaron casi inadvertidos: “Qué curioso, que me ha dado una cosa que apenas puedo coger el boli. No, bobo, no te preocupes que no es nada. Ya se pasa”.

Pero después vinieron aquellos vértigos con vómitos: “Nada, que dice el Dr. Vázquez que son las cervicales. Que son esas posturas tan raras que pongo yo al sentarme”.

Y la vida siguió. Como si nada. Cuando se cuentan estas cosas, así tan de corrido, parece que todo son penalidades. Pues no. Vinieron también días de Sol y de caricias, de piscinas y cervezas, de verbenas por las fiestas, de paseo y discotecas.

Y después (ahora lo sé; entonces sólo fue un susto), una tarde, por las buenas, comencé a ver doble, como dicen que les pasa a los borrachos.

Y, a partir de aquí, comencé a ocultar lo que pasaba y empezó, por decirlo crudamente, el largo calvario de médicos, de pruebas y hospitales y mi interior bajada a los infiernos.

Fui primero a un oculista, que me remitió a una Neuróloga y ésta, por Urgencias, al Hospital. Días de nervios, de pruebas y más pruebas, de “bolus” de cortisona para acabar con el mazazo final: el diagnóstico de una enfermedad, para mí, desconocida: Esclerosis múltiple (disimulada la cosa con la utilización, pretendidamente neutra, de dos letras: EM).

Fue entonces el llorar, la rabia, la desesperación, el maldecir las causas reales o imaginadas, los reproches al fiero habitante de los cielos que me había señalado cruelmente con el dedo entre todos los que pasaban por la calle por el único delito, al parecer, de ser joven y mujer (que parece que es el grupo en el que el mal se ceba, mayormente).

Les hice jurar a los míos que guardarían el secreto. Y a el, ni una palabra. Que era un poco de anemia, como máximo. Y también yo me juré disimularlo, para que nadie lo notara, con la ilusión de que, incluso a mí, se me olvidara, como si hubiese sido un mal sueño en una mala posada.

Todo ha sido, desde entonces, un continuo disimulo: esos calambres repentinos como si me hubieran puesto un cabe enchufado en el cerebro por el que pasara la corriente hasta los dedos, el cansancio, ese cansancio que hace que me cueste un imperio el menor gesto y todas esas enormes proezas cotidianas que suponen el escribir, el hablar, el toser y hasta el tragar.

Y el esfuerzo sobrehumano para que él no notara los espasmos, la lentitud con que articulo las palabras, los olvidos.

No es extraño que con todo, y con tanto disimulo, me fuera convirtiendo en un ser raro, difícil de soportarme y soportar esos cambios repentinos de carácter, el pasar sin sentido y sin control del llanto hasta la risa, de la depresión hasta la ira. Un lento caminar al sentimiento de una vida sin sentido y sin futuro.

Hasta que él, un día, mirándome a la cara, terminó con aquellos disimulos:

- “Tenemos que hablar tranquilamente, vida mía. ¿Qué te pasa? ¿Te crees que con tanto disimulo no he visto el infierno en que te mueves y las puertas que nos cierras, dejándonos fuera, a la intemperie?”

Lloré, largamente, acurrucada entre sus brazos y le hablé de todo ello, de los sueños y proyectos que se iban alejando, de esta vida desgraciada, inútil y triste que se me estaba escurriendo entre los dedos como un juguete roto.

Escuchó todo aquel chaparrón besándome en silencio. Cuando, al fin, el llanto me impidió seguir hablando, me tomó la cara entre las manos y me dijo, como algo que hubiera madurado lentamente por su cuenta en este tiempo:

- “La vida, mi amor, es una enfermedad crónica y degenerativa. Cada día nos va apareciendo un pequeño malestar, unas canas por aquí, una caries, un dolor, una derrota, el desengaño de un amigo, la ruptura para siempre de un amor que soñábamos eterno… Y, sin embargo, cada día sale el Sol, con la misma ingenuidad del primer día y nos espera, día a día, una ilusión sin estrenar, una pequeña alegría, la mano y la mirada de la gente que amamos y que camina a nuestro lado. Es el milagro de la vida que se hace nuevo cada mañana y que se encierra toda ella, como un universo en miniatura, en cada gesto cotidiano. La vida, mi amor, es una lámpara de cien mil velas encendidas. Cada momento de alegría, de placer o de ternura que dejemos pasar será una vela que dejará de lucir. De nosotros depende estar a oscuras”.

Nunca creí que existieran los milagros, pero, a partir de ese momento, podéis imaginarlo, me han salido nuevas alas, nuevos bríos, consciente de que, como dice José Antonio, la vida, enfermedad degenerativa, no conoce mejor medicina que apoyar nuestra mano en una mano amiga.

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