domingo, 23 de septiembre de 2007

La guapa

-"No podía dejarse derrumbar ahora. Ahora menos que nunca. Nada de lutos ni de lágrimas. Ella en su sitio, como siempre".
Se miró largamente en el espejo del armario como quien se prepara a conciencia para emprender la batalla cotidiana.
- Quizás tuviera que sacar un poquito las pinzas de la blusa.
Imitó la pose de la foto del periódico que Bernardo había enmarcado y puesto encima de la puerta de la tienda que daba a la cocina.
- Y, además, el tiempo pasa para todas. La diferencia es que la que empezó siendo un cubeto solo puede aspirar a odre de vino. Y este cuerpo suyo de ahora no les tocaría a muchas ni en el sorteo de los ciegos. ¿Que rabien y les coma la envidia las entrañas!.
Como si aquello le hubiera dado fuerzas, de repente, se quitó la blusa y buscó en el armario aquel vestido rojo con flores amarillas rodeando el escote y sobrevolando en desorden los vuelos de la falda.
No sabría precisar, y tampoco le importaba averiguarlo, si le gustaba en especial aquel vestido o si era el que más molestaba a las vecinas.

Era el mismo que llevaba aquella tarde de agosto de hacia ahora cinco años.
Las tardes de agosto parecían siempre interminables. Aunque no mucho más interminables que los días y las noches de cualquier época del año. El problema no era de estaciones, sino de la vida tediosa de estos pueblos de La Nava.
Si le hubieran dicho cuando tenía veinte años que se iba a quedar en Pobladura se hubiera reído a carcajadas. Lo suyo era irse a la ciudad, a Madrid, seguramente, y trabajar de maniquí, que el tipo, desde luego no le faltaba, ni la clase, ni ese leve bamboleo al caminar.
Pero después, la vida o yo qué se, le fue atando sin apenas darse cuenta a Bernardo, a la tienda de la plaza y a este pueblucho de mierda donde nadie parecía ser capaz de distinguir entre la miel y la papilla de los cerdos.
Bernardo no fue malo para ella. Nunca le negó ningún capricho. Y ¡cómo disfrutaba con los regalos que le hacía, por sorpresa!. Como el día en que el coche de línea de las cinco trajo una inmensa caja de madera que tuvieron que pujar, resoplando como bueyes, cuatro mozos.
La mandó él poner en el centro de la tienda y comenzó a abrirla entre risas, nervioso como un niño, hasta que mostró a todos la pianola que había mandado traer desde Sevilla con siete rollos de tangos y boleros. Se empeñó en que ella tocara para todos "Cambalache". Tocó ella con desgana, por no desairarle, pero sabiendo de antemano que ni aquello ni nada podría arrancarle a ella a tristeza. Bernardo, escuchando, reía y lloraba, a la vez, como los niños.
Era un buen hombre, ya lo se. Por más que pensara no podría recordar ningún reproche. Pero, a veces, una mujer necesita que le tiembles las rodillas cuando se le acerca el hombre con quien vive.
O sea, como aquella tarde de agosto de hace ahora cinco años.

Había terminado de fregar en la cocina. Bernardo, como siempre, se había ido a dormir a la sombra de la higuera. De la tienda llegaba, como siempre, el sordo zumbido de las moscas y aquel olor salino que despedían, por igual, las piezas del bacalao y los rollos de l esparto.
Ningún otro signo de vida cabría esperar hasta la llegada del coche de línea de las cinco, donde venía el correo, la gente que volvía del médico y los encargos que habían hecho a Prudencio, el cobrador, por la mañana.
Por eso no hizo caso cuando oyó, a las tres y media, unos golpes dados con la palma de la mano en el mostrador al que el tiempo, la arena y la lejía habían dado casi el mismo tono y la textura que el bacalao que colgaba de las vigas.
- Rosita, guapa ¿No se atiende hoy aquí a la parroquia?
Salió Rosita limpiándose las manos con un paño de cocina para atender al cabo de los guardias.
Fue entonces. Venía con el cabo un guardia joven, moreno y delicado, con las manos delgadas y huesudas y un mirar como cansado.
- Un carajillo, Rosita, cuando puedas. Bien cargado, por favor.
Sería el calor, o lo imprevisto, o el tono de la voz, o aquel mirar cansado, pero ella sintió que le temblaban las rodillas y que le subía, de pronto, un sofoco inoportuno.
- Tiene que ser de puchero, Usted ya sabe.
- Da igual. Como tú sabes hacerlo.
El tiempo de trasteo en la cocina fue suficiente para recomponer el gesto y la figura. Se alisó el vestido rojo y con flores amarillas, sacó del aparador la bandeja que usaba por las fiestas, se humedeció sabiamente los labios con la punta de la lengua, atusándose el pelo con la mano y salió de nuevo a la tienda con las tazas.
Mientras ponía delante la frasca del orujo, mirando de frente al joven guardia, preguntó, como sin dar importancia a las palabras, como por pura cortesía:
- Y ¿Qué? ¿Destinado a estos pueblos de La Nava?
- ¡Qué se le va a hacer!. ¡La vida manda!
No tendría ni siquiera treinta años y toda la tristeza en la mirada.
Desde entonces, los días se hicieron menos largos para ella.
Hasta los hombres que venían por las noches parecían más limpios, más simpáticos.
- Da gusto verte reír, Rosita, te sienta bien a la cara.
Desde entonces, a las tres, recogida la cocina, se sentaba Rosita a la pianola y llenaban el aire salino de la tienda los lentos acordes de un bolero dulzón y mentiroso.
Contra el poyo de la puerta comenzaron a ser tan habituales las bicicletas de los guardias como las largas siestas de Bernardo a la sombra de la higuera.
- "Pensándolo mejor, tampoco se pondría hoy aquel vestido. ¿Que le importaban a ella ahora las vecinas?
Probó de nuevo la blusa y la falda de lunares.
Fueron aquellas tardes dulces como los higos de septiembre. Pero pronto las cubrió, como ceniza, la tristeza.

- Ya ves, Rosita. Quien manda, manda. Le destinaron ayer para otro puesto. Tuvo que marcharse esta mañana..
Se comió, como tantas otras veces, el dolor y la esperanza.
Las tareas se fueron haciendo más lentas y más largas. Había tardes en que el coche de línea la pillaba todavía recogiendo la cocina. Mandó retirar la pianola de la tienda porque dijo que estorbaba y, además, a ver dónde dejaba los bidones del aceite.
Fue por entonces cuando empezó a sentir aquel dolor en el costado, que le hacía cada día más difícil levantarse de la cama.
Y no es que los nervios, como decían en el pueblo, se le hubieran metido en las entrañas (aunque más de una bruja dijo entonces que lo que tenía la Rosita se llamaba "mal de guardia"). No sirvieron de nada los cuidados de Bernardo, ni las visitas a un médico de Madrid que decían que era tan bueno. No la animó ni siquiera aquella foto que la sacaron paseando por Madrid, que apareció en el "Blanco y Negro" con letras gordas que decían "La guapa de hoy" y que Bernardo había enmarcado y puesto encima de la puerta de la tienda que daba a la cocina.
Ahora que ya se había ido, debía reconocer que Bernardo había sido un hombre bueno para ella. Es verdad que no era lo que ella había soñado en otros tiempos, que eran ya incluso mayor cuando se casaron y que, la verdad, cuando pides otras cosas no te basta la ternura.
Prueba de ello es que todos los males se le fueron de repente cuando recibió aquella primera carta procedente de un cuartel, allá en el Norte.
Las cartas llegaban puntualmente, día tras día, en el coche de las cinco, cada vez más encendidas y más íntimas, animándola a aguantar: que ya vería, que pronto terminaría esta cruel separación, que tal vez algún día..., que un beso, amor, que sueño contigo cada noche, no me olvides... ¡Qué se yo!.

Y ahora que parecía de le volvía, de nuevo la alegría (¡También es fatalidad!) ocurrió lo de Bernardo. Dijeron que fue del corazón, que ni siquiera él se daría cuenta, que fue como no despertarse de la siesta.
Todo había pasado así, tan de repente, que no le había dado ni tiempo a percatarse (¡Qué curioso!) que desde aquel mismo día no había vuelto a llegarle ninguna otra carta desde el Norte.
Tendría que pensar, tal vez, despacio, en todo ello. Pero ahora no podía dejarse derrumbar. Nada de penas. Ella en su sitio, como siempre.
Se puso unas pinzas en el pelo y se dispuso, orgullosa, a emprender la batalla cotidiana.
Abajo, en la tienda, se oía ruido. Seguramente era el coche de línea de las cinco.

4 comentarios:

Lucía Fdez. Segura dijo...

VAYA!!! Llegué al final y me quedé en ascuas...

Una pena.

Pásate cuando quieras por mi blog, está abierto las 24h, con o sin café y con o sin sol.

Por cierto, aquí hoy lo hace.

UN SALUDILLO

Francisco Flecha dijo...

La clave está en aquello de que desde que murió Bernardo no llegaron más cartas (Raro ¿verdad?)¿Quien se haría pasar por el joven guardia por verla contenta?

Anónimo dijo...

...esa historia me ha recordado la canción que cantaba Cecilia "Un ramito de violetas"...también era su marido que por verla feliz le mandaba cartas con poemas y flores...

Francisco Flecha dijo...

Efectivamente. es el mismo argumento. Esta historia, da la casualidad, que la conocí en algún lugar de este reino remoto