viernes, 12 de junio de 2015

El regreso




Volvió a La Nava por el Cristo, como queriendo reencontrar la pureza de la infancia, los olores ya casi olvidados de las cosas, el sentido de su nombre y los recuerdos que el tiempo y la distancia habían, sin duda, ennoblecido.

Habían pasado treinta años y todo parecía igual y, sin embargo, al mismo tiempo, tan distinto. La casa de la abuela seguía teniendo en el corral la palangana y el caldero, la misma lata para echar de comer a las gallinas, el rastro colgado en la pared, la taja de lavar en el pilón y las madreñas. Pero todo resultaba ahora más pobre y más pequeño: el enorme corredor que recordaba no tenía mucho más de cuatro metros, el portalón, el doble, la panera habían perdido, sin que nada les faltara, el misterio y el calor de los recuerdos. 

Y la gente que aún quedaba era más vieja y más distante, mezclando el desdén con la excusa de no haberla conocido: 

- "Como vienes tan guapa y tan bien acompañada ¿cómo iba a imaginar que eras la misma que se fue cuando era moza?". 

El comentario no tenía desperdicio. Parecía volver a poner las cosas en su sitio: que se tuvo que ir, empujada por el hambre, a Barcelona con lo puesto y veinte años como único equipaje, que se sabía, porque alguien lo había dicho, que el coche, las joyas y aquel hombre moreno, grandón y ensortijado los había conseguido, todos juntos, ejerciendo un oficio tan viejo como el mundo. Y que volvía por vengar, seguramente, el desprecio de los años de miseria.

Y no era así. La vida y La Coral, la madama de "El Jardín de las Mimosas" le habían enseñado a vivir de otra manera: 

-"De puertas para adentro, hijas mías, todas putas, pero al salir a la calle, más señoras que nadie. La cabeza bien alta y que nada ni nadie os quite la sonrisa. El orgullo y la venganza no son buenos para nada. No dejéis que se os pudra la sangre como a ellas". 

No quería ella pensar, ni mucho menos, que esto fuera verdad en todas las mujeres de La Nava. Había de todo, como es lógico. La señora Consuelo, por ejemplo, la viuda de Antolín, el molinero, era una buena mujer, sin duda alguna. Mucha hambre les quitó cuando eran niñas. 

- "Esta muy mala -le dijeron-. No se levanta de la cama desde abril. Ya casi no conoce. Se le pasó la cabeza con los años y mezcla las cosas y los nombres". 

Se propuso ir a verla por reavivar el recuerdo agradecido de las tortas con azúcar. 

-"Señora Consuelo ¿Me conoce? Soy Nati, la de Antonio". 

Sumida en otro mundo, encallada como un barco en otros mares más tranquilos, ni siquiera abrió los ojos. 

-"Soy Nati ¿Me conoce?. 

Sin moverse siquiera, pero despacio y contundente: 

- "Si, hija, si. Bien conocida te tenemos aquí todos. 

Después de todo, casi nada había cambiado aquí en La Nava, después de treinta años

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