lunes, 27 de octubre de 2014

Los restos del naurfagio



Martín Favelis



Polvoredo, o sea, Pepín el de Polvoredo colgó la sotana y, con ella, aquella vocación de salvar almas que venía sosteniendo, con orgullo de su madre, desde que supo decir las primeras palabras. Tomó tan heroica decisión la víspera de volver al seminario, la última tarde de septiembre del verano en que descubrió la flojera de rodillas y el sofoco repentino al cruzarse en la calle con Cristina, la vecina que, de pronto, se había hecho mujer sin darse cuenta.

Después resultó que a Cristina le gustaba mucho más Miguel, el mancebo de farmacia.

Después de unos meses lamiendo sus heridas como un tigre, por salvar a los obreros, se apuntó a algo de Jóvenes Obreros, que era cosa de reunirse los jueves en los salones de la iglesia y tomar unos vinos en pandilla a la salida.

Lo dejó el día que Mercedes, que tenía aquellos ojos y otras cosas, le dijo, después de algunos escarceos, que sólo le quería como amigo.

En pleno desengaño, por salvar a las ballenas, se apuntó a una ONG que recaudaba fondos vendiendo chapas y folletos los domingos en el rastro.

Hasta que descubrió que las ballenas no daban acuse de recibo de los fondos recaudados los domingos.

Hoy le he vuelto a ver. Después de tanto tiempo. Le he encontrado mayor. Como él a mí, seguramente. Me dijo, sin tristeza ni entusiasmo, que ahora, acostumbrado ya a la desventura, se ha apuntado a la legión dispersa y sin bandera del "sálvese quien pueda".

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