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Anochecía lentamente cada tarde, como si el cielo se negase a dejar a oscuras la inmensa, empobrecida y silenciosa ciudad de Maputo.
Cuando la noche cubría definitivamente como un manto la desesperanza cotidiana y, a lo lejos, sólo se veía en las laderas alguna luz temblorosa y todo lo demás era noche, noche cerrada (que no ví, por más que lo intenté, aquello de "la noche africana, sensual y pagana") se encendían las luces del Piripiri.
El Piripiri era un bar de aire colonial donde se reunían cada noche a cenar y tomar unas cervezas aquellos que podían permitírselo: cooperantes, consultores, viajantes de firmas comerciales y turistas de Sudáfrica. Con sus amplias cristaleras y su terraza iluminada parecía un barco recorriendo lentamente la calle principal.
Y, como si fuera el buque de un crucero, los clientes miraban a la calle por ver pasar el espectáculo incesante de niños vendiendo pulseras y colgantes, batuques, batiks y casitas de madera, capulanas, cajitas de palosanto y "palos de acompañar". Y los niños miraban con asombro el espectáculo, más inquietante todavía, de blancos bebiendo, fumando y comiendo con desgana, como si fuera un acto rutinario y cotidiano.
Y, en este escenario, casi teatral y un poco alucinado, cayó una noche del agosto, cuando allí parecía querer apuntar ya la primavera, un solitario consultor de la UNESCO, para orientar sobre posibilidades, métodos y contenidos de una posible "Educación Moral y Cívica" (o lo que aquí quiere llamarse, hoy en día, "Educación para la Ciudadanía").
Después de un plato de "galinha al piripiri" y tres cervezas, sintió necesidad de visitar el excusado y, del modo en que los extranjeros se dirigen a la gente de países más pobres, o sea, casi a voces y hablando en castellano, le preguntó al camarero, un hombre negro, grandón y seguro de sí mismo, como el que sabe que, después de cien años, ha conquistado, por fin, la independencia:
-¿El servicio?.
El camarero hizo ademán de no comprender ni una palabra.
El consultor, en un esfuerzo, hizo ademán de cogerse la minga con la mano y el sonido del chorrito en un siseo.
El camarero, con toda dignidad, como ofendido, contestó con cierto tono de desprecio:
-Eso, aquí, los hombres grandes lo hacen solos.
Y así quedó la cosa. Que nadie quiso investigar qué había entendido el camarero.
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