martes, 12 de agosto de 2014

El Piri piri

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Anochecía lentamente cada tarde, como si el cielo se negase a dejar a oscuras la inmensa, empobrecida y silenciosa ciudad de Maputo.


Cuando la noche cubría definitivamente como un manto la desesperanza cotidiana y, a lo lejos, sólo se veía en las laderas alguna luz temblorosa y todo lo demás era noche, noche cerrada (que no ví, por más que lo intenté, aquello de "la noche africana, sensual y pagana") se encendían las luces del Piripiri.


El Piripiri era un bar de aire colonial donde se reunían cada noche a cenar y tomar unas cervezas aquellos que podían permitírselo: cooperantes, consultores, viajantes de firmas comerciales y turistas de Sudáfrica.  Con sus amplias cristaleras y su terraza iluminada parecía un barco recorriendo lentamente la calle principal.


Y,  como si fuera el buque de un crucero,  los clientes miraban a la calle por ver pasar el espectáculo incesante de niños vendiendo pulseras y colgantes, batuques, batiks y casitas de madera, capulanas, cajitas de palosanto y "palos de acompañar".  Y los niños miraban con asombro el espectáculo, más inquietante todavía, de blancos bebiendo, fumando y comiendo con desgana, como si fuera un acto rutinario y cotidiano.


Y, en este escenario, casi teatral y un poco alucinado, cayó una noche del agosto, cuando allí parecía querer apuntar  ya la primavera, un solitario consultor de la UNESCO, para orientar sobre posibilidades, métodos y contenidos de una posible "Educación Moral y Cívica" (o lo que aquí quiere llamarse, hoy en día, "Educación para la Ciudadanía").


Después de un plato de "galinha al piripiri" y tres cervezas, sintió necesidad de visitar el excusado y, del modo en que los extranjeros se dirigen a la gente de países más pobres, o sea, casi a voces y hablando en castellano, le preguntó al camarero, un hombre negro, grandón y seguro de sí mismo, como el que sabe que, después de cien años, ha conquistado, por fin, la independencia:


-¿El servicio?.


El camarero hizo ademán de no comprender ni una palabra.


El consultor, en un esfuerzo, hizo ademán de cogerse la minga con la mano y el sonido del chorrito en un siseo.


El camarero, con toda dignidad, como ofendido, contestó con cierto tono de desprecio:


-Eso, aquí, los hombres grandes lo hacen solos.


Y así quedó la cosa.  Que nadie quiso investigar qué había entendido el camarero.



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