miércoles, 20 de agosto de 2014

El pellejero de la infancia

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Si fuera cierto  que la verdadera patria es el territorio de la infancia, la mía sería ese espacio fronterizo, tierra de nadie, entre las últimas casas de una ciudad adormecida y un mar de rastrojos, de eras y de cuestas.

Más allá de la larga fila de las casas para obreros que hizo el Monte de Piedad se adueñaban del paisaje los eriales y la tierra baldía y requemada, la fábrica de botellas, las cuestas de Cantamilanos, el polvorín, el monte de san Isidro y allá, a lo lejos, marcando los límites del mundo, el pueblo de Carbajal.

Por nuestra calle bajaban cada día las lecheras que traían en sus carros entoldados las cántaras de leche, cebollas, lechugas y los perucos de san Juan, cuando era el tiempo.

Y en las horas de la tarde, el silencio se rompía con el grito de los mieleros de La Alcarria, el chiflo del afilador, el Studebaker de Maturino o las conversaciones y risas apagadas, algunas tardes de domingo, de las filas de hospicianos que volvían del paseo en una larga caminata hasta aquello que piadosamente llamaban la Ciudad Residencial San Cayetano (nombre que le pusieron por honrar el santo del obispo fundador).

Pero en aquellas idas y venidas destacaba, sobre todo, el pellejero.  Sabíamos muy poco de él.  Ni siquiera su nombre.  Solo que vivía allá, en alguna de aquellas casinas del camino que iba de Cantamilanos a los depósitos de agua y que bajaba puntualmente, dos veces por semana, con su pelliza y un carro pequeñito, tirado por un mastín, a negociar con las pieles de conejo.

No nos impresionaba tanto si su altura, ni su silencio reconcentrado, ni las historias que de él se contaban y que le habían convertido en un personaje de cuentos de misterio para contar por la noche, en lo oscuro, en los portales.  Decían que se alimentaba de todo bicho con pelo que pillaba por el campo y que, a escondidas, negociaba con el unto de los hospicianos muertos.

Lo que nos tenía totalmente encandilados era que, según decían, había hecho él mismo el carrín con unos palos de encina y a navaja, en las largas noches del invierno, allá en su casa.

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