domingo, 10 de marzo de 2013

La niña santa del barrio de san Esteban


Matildina Benavides era una flor extraña en aquel barrio nuestro de pescaderas, carboneros, dependientas y peones.

Tal vez fuera cosa de aquel ruido en el pulmón que había tenido de pequeña y que la recluyó por un tiempo en el Hospital del Monte San Isidro, donde los vientos que bajaban de Pajares, se decía, eran más eficaces que todas las sulfamidas.

Lo cierto es que de aquello y de los cuidados posteriores le había quedado una apariencia frágil y una piel blanca, delicada y transparente (mismamente como una estampa de santa Gemma Galgani) que no parecía de este mundo.

Todo ello: las lecturas con que entretenía las largas temporadas de reposo, el olor dulzón de las colonias con las que su madre fumigaba la casa y los vestidos para ahuyentar a los microbios,  la penumbra permanente de su cuarto y la voz queda con la que siempre se hablaba en esa casa convencieron  a la madre de que la niña era una santa y a Matilde de que estaba perdiendo un tiempo precioso, llamada como se sentía a la enorme tarea salvadora de pobres y descarriados.

Pero no encontraba el modo y la manera.  Hasta el día glorioso en que oyó hablar de Lady Hypatia y se dedicó, también ella, con el ardor de quien se ha convertido tardiamente a una cruzada incuestionable, a la ingrata tarea de proteger a los pobres contra sí mismos.

Y mita tú que en nuestro barrio, aquel barrio de pescaderas, carboneros, dependientas, modistillas y peones había pobres para rato.

Pero algo debió fallar en todo aquello, que los pobres han seguido lo mismo, a pesar de la cruzada, y a Matildina, ya muerta desde hace tantos años, nadie se ha preocupado de subirla a los altares, que es lo que tiene ser niña santa de un barrio de provincias.

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