Pequeñas historias de un reino que dicen que existió por estos valles cuando los osos cazaban a los reyes en justa represalia a sus ballestas y que, tras largos y gloriosos años de rencillas cazurras entre hermanos, cuchilladas certeras entre abades y fieros mordiscos silenciosos y canallas se ha ido acurrucando entre aquello que queda de dos rios y donde sueña enfebrecido, todavía, agitando la bandera, algún caudillo.
jueves, 7 de junio de 2012
Vestido con plumas ajenas
El cura y la tía Julia
Joaquín Leguina
Julia Herrán, mi tía, era una persona enjuta y empecinada. Dura discutidora, a esta mujer que, a juzgar por las fotos de su juventud, había sido muy guapa, nada la achantaba… excepto las tormentas. Cuando, al final del verano, aparecían las nubes negras y comenzaba a tronar, se metía en la cama y empezaba a recitar una interminable retahíla de jaculatorias dirigidas a Santa Bárbara. Un domingo, a la salida de misa, mi tía esperó a que don Fermín Cestona, el cura vasco de mi pueblo, se despojara de su casulla y saliera a la calle para plantearle no sé qué asunto. Fue el caso que la charla devino en discusión y el tono de las voces subió. Al fin, don Fermín, incapaz de convencerla, pretendió concluir la discusión diciendo: -Señora, usted no tiene lógica. -Pues mire, señor cura –contestó mi tía- yo, sin lógica, he tenido cuatro hijos.
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