sábado, 26 de marzo de 2011

La noche de las cigüeñas

.


Eran tiempos aquellos en los que la categoría de los pueblos venía determinada, más que nada, por el hecho de que hubiera (o que faltara) en la espadaña de la iglesia un nido poderoso de cigüeñas.


Para que puedan hacerse una idea cabal, debería decir que el día en que, en Zotes del Páramo, cayó  el nido de la cigüeña, por su propio peso, una noche de viento, sobre el trinquete de la plaza, además del revuelo que se armó, del espectáculo que supuso ver esparcido aquel montón increíble de palos, de plásticos y trapos (casi dos remolques se llenaron), cayó sobre el pueblo una especie de temor reverencial, como si fuese a ocurrir una desgracia, un extraño sentimiento de orfandad, como si se hubiese derrumbado la torre misma de la iglesia que es, junto con el fuego, la mayor desgracia imaginable en estas tierras.


Ya les digo: un pueblo como Dios manda disfrutaba de aquella especie de reloj estacional de las cigüeñas.  Todos seguían las peripecias vitales de las aves: el día de su llegada; la época en que empollaban  los huevos; cuando hacían aquellos ruidos con el pico (machacar el ajo, lo llamábamos); cuando daban de comer a los polluelos; cuando bajaban hasta el río buscando los gusanos.


Cosas mínimas.  En fin, literatura de costumbres.  El infame costumbrismo del que, siguiendo el canon imperante, parece que debe uno avergonzarse.


Así sería, seguramente, si no hubiera sido por aquellos acontecimientos que modificaron para siempre mi manera de ver las cosas y la realidad entera.


La cosa es que allá arriba en la montaña, al lado de Puente Almuhey, resistían al paso del tiempo los restos monumentales del Palacio-Fortaleza de los Marqueses de Prado.


En medio de una amplísima cuadratura, limitada por un muro que lucía en cada esquina un esbelto torreón, en estado lastimoso (salvo las fachadas barrocas, imponentes) se iba desmoronando lo que había sido y aún quedaba de la casa fuerte y noble de los Prado, señores de mucho mando, que controlaban la Mesta y Merindades.


Con el tiempo, después de tantas glorias del pasado, sus muros servían solamente como apoyo de un gran nido de cigüeñas, que parecían custodiar y cuidar tales recintos.


Pero hubo en estas tierras, hace años, un obispo que unía con orgullo su título eclesiástico con aquel otro más mundano y más pomposo de "Conde de Colle y Señor de las Arrimadas" y que, añorando la gloria y la pompa cortesana de los grandes patriarcas del pasado veneciano, se empeñó en trasladar lo que quedaba del palacio, piedra por piedra, para vestir las fachadas del Hospital Diocesano (o, por decirlo con su nombre, la Obra Hospitalaria Nuestra Señora de Regla) que se estaba construyendo en la capital, a la sombra y cobijo de la Iglesia Catedral.


Podrán comprender sin gran trabajo que lo menos costoso de aquella inmensa empresa faraónica, aprovechando los días del otoño, fue echar abajo el nido ya vacío de cigüeñas.


Se concluyó la obra por aquellos días gloriosos del Congreso Eucarístico (del que ya les he contado la cuestión milagrosa de los pollos) y la casona de los Prado "iterum reedificata" parecía encajar en el entorno como si hubiese sido trazada originalmente para tal emplazamiento.  Algunos dijeron que, incluso, ganaba en señorío y que había sido una bendición rescatarla de su ruina para que pudiera ser admirada en el futuro.


Y, llegado hasta aquí, me resulta imposible recordar cuándo y de qué modo comenzó a pasar lo que luego ocurrió sin saber cómo.


Lo que todo el mundo fue notando, eso sí, es que, año tras año, aumentaba, en las noches de verano, la cantidad de cigüeñas que venían a posarse en los chapiteles y arbotantes de la vecina Catedral y pasar, como al acecho, allí la noche.


Lo atribuían al incremento de comida que encontraban en los nuevos vertederos de basura.  El caso es que, el verano en que ocurrió lo que les cuento, por cientos se contaban.


La voz de alarma surgió la mañana en que desapareció el escudo de piedra que coronaba la entrada principal de la fachada.


Ni rastros de qué podía haber pasado.


Pero no dió tiempo ni siquiera a reaccionar: en las dos noches siguientes, con rapidez vertiginosa, centenares de cigüeñas desmontaron, piedra a piedra, lo que con tanta ilusión había reconstruido el viejo obispo, y las volvieron a montar, con la misma rapidez y maestría, en el medio de los prados, donde siempre habían estado,  en su lugar original de Renedo de Valdetuejar.


.

6 comentarios:

Ricardo Chao Prieto dijo...

Qué cuento tan precioso. Desde luego parece de realismo mágico (leonés).

Francisco Flecha dijo...

Gracias, Ricardo. Ciertamente hay mucho realismo (mágico y del otro) en este reino menguante.
Por cierto, enhorabuena por recién nacido (y bautizado) libro sobre Alfonso VI. Te deseo todo el éxito del mundo
Saludos

Luis Ángel Díez Lazo dijo...

Pues en mi pueblo las cigüeñas anidan sobre todo en el viejo silo del Servicio Nacional de Cereales.
Como algún nido tenía ya cierto tamaño, vinieron con una grúa a desmontarlos.
Los animales han vuelto a colonizar el silo, pero más cerca de los aleros del tejado y en venganza, regalan sus excrementos a los que salen a tomarse el vino del bar cercano a la sombra del silo.
Bichos listos estos...

Francisco Flecha dijo...

Amigo Luis Ángel: No sé qué tiene la mierda que cae del cielo que siempre acierta con la gorra del paisano. Será que el Director General del Servicio Nacional de Cereales no necesita ponerse a la abrigada.
Saludos

Adrián J. Messina dijo...

Felicidades por este fenomenal relato.
Me ha causado gracia tu contestación al comentario.
Es increíble que la física, el destino y la suerte se pongan tan felizmente de acuerdo para ensuciarnos la gorra.

Francisco Flecha dijo...

Gracias, amigo Adrián. Siguiendo con la misma idea, quiero que sepan que al emperador del Japón no le ha pasado nada al pobrecito.
Saludos