domingo, 20 de marzo de 2011

El profeta


El profeta, harto de contemplar el espectáculo bochornoso de la infamia, se retiró al desierto como quien quiere escapar del espanto justiciero, de la última y definitiva destrucción a sangre y fuego.


Allí vivió cuarenta años dedicado al ayuno y a la oración, despojado de los lujos, del temor y la pasión.  Curtido su espíritu y su cuerpo con los rigores extremos del desierto y la dieta exclusiva de lagartos y langostas.


Murió, al fin, en el desierto y vió cumplida en propia carne la antigua profecía de la definitiva y postrera destrucción universal.


Aunque sólo en él se cumplió la profecía.


Él, efectivamente, pereció; pero los protagonistas y causantes del espectáculo bochornoso de la infamia, que (dicho sea de paso) enterraron con respeto y con alivio los restos del profeta, siguieron tan campantes con sus cosas, engordando (como suele ser frecuente) con las muertes y desgracias (provocadas) del vecino.


De cualquier modo, resultaba piadoso que el Viejo Habitante de los cielos le hubiera evitado al profeta la conciencia, postrera y dolorida, de pensar que se había equivocado.


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2 comentarios:

Luis Ángel Díez Lazo dijo...

Demasiado tarde es la hora de la muerte, para darse cuenta de que uno ha sido un pringao.
Al menos Don Quijote arremetía contra los molinos.
Un saludo.

Francisco Flecha dijo...

Hombre, Don Quijote también se quedó en la sierra y en paños menores (para mayor rigor) pero fue en homenaje a la dama imaginada.
Claro, no es lo mismo.
Saludos