miércoles, 12 de diciembre de 2007

Grajas de otoño

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La casa de tía Encarna estaba en la misma Plaza de la Catedral, justo enfrente de la Fachada del Poniente, la que guarda todo el encanto de la dorada piedra de Boñar, refulgente de Sol, cuando el resto de la plaza comienza a dejarse apoderar por las sombras de la tarde. A esta hora subía cada tarde el primo Julián a la terraza para ver a las grajas emprender su viaje cotidiano a las choperas junto al río donde iban acomodándose para el sueño en medio de un gorjeo estruendoso e irritante.

Siempre envidió el planear de las grajas por encima de tejados y terrazas, deslizándose como empujadas por el viento sin apenas un solo batir de alas. Ensayaba el movimiento cada tarde en la terraza imitando sus graznidos.

Al principio pareció una simple diversión inocente de un niño fantasioso. Con el tiempo, la rareza de un adolescente un poco ensimismado. De joven se intensificó la manía con aquel andar a saltitos y el gusto por las semillas y las pipas que comía compulsivamente, como quien picotea el alpiste.

De hombre, después de haber suspendido cinco veces las oposiciones a Notarías, añadió a sus manías la de vestir enteramente de negro (mismamente como un grajo) y pasarse el día arriba en la terraza observando el ir y venir, el revoloteo incesante de los grajos.

Cuando aquella tarde de otoño la gente de la plaza le vio encaramado en el repecho de la terraza, no pudo reprimir el grito y el desconcierto que acompaña a la visión de un suicida a punto de lanzarse decidido a encontrarse con la muerte.

Se lanzó el primo Julián, se produjo un torpe manoteo, unas desmadejadas volteretas en el aire, como un muñeco roto y cuando ya nada parecía poder evitar lo inevitable, serenó su figura, dio dos leves aleteos con los brazos y se perdió para siempre planeando por encima de terrazas y tejados.


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