miércoles, 31 de octubre de 2007

Los días lejanos de la infamia


¡Qué cosa la muerte, qué cosa! ¿Verdad? Si me paro a pensar, mi infancia estuvo poblada por el fantasma omnipresente de la muerte. Eran tiempos en los que en todas las casas había muertos familiares. Y el toque de difuntos era casi una costumbre de las tardes al sol puesto. pero, entre todas las muertes de la infancia, la que más me influyó (y aún hoy sigue extrañamente presente en mi conciencia) fue aquella, digamos, del pariente innombrado.

Al principio, era el gesto mínimo de tía Aurora que, el día de los Santos, en el rito ancestral de las flores a los muertos, dejaba un ramo de crisantemos en un lugar sin cruz ni tumba aparente en la tapia de atrás del cementerio al que acudíamos en familia. Era inútil preguntar. El pacto de silencio parecía responder a un viejo compromiso que, de cualquier modo, escondía alguna herida aún abierta y dolorida.

Como si fuera un nuevo rito de pasaje, tuve que esperar a hacerme hombre (o a que se me reconociera como tal) para que se me hiciera partícipe de aquel viejo secreto familiar.

Resultó que, cuando aquello, el tío Bernardino fue mandado al frente como el resto de los mozos. Por lo visto, el tío había sido un muchacho taciturno, poco amigo de juergas, de peleas y de aquellas cosas que parecía obligado que gustasen a un mozo de su edad.

El caso es que, según dijo, no resistió el sinsentido de tener que disparar a gente que era incapaz de distinguir de aquellos a los que debía reconocer y respetar como "los nuestros".

Aprovechando la noche sin luna, se echo a correr, huyendo de aquel sinsentido y de la furia por los montes que conocía palmo a palmo de andar con el ganado y, tras una semana de esconderse por los riscos como un lobo, llegó a casa y trajo consigo el peligro y el bochorno a la casa del abuelo.

Pero, al fin, un hijo es siempre un hijo y el abuelo lo escondió como pudo tras una falsa pared de la panera.

Fueron días de penumbars en la casa y de alertas ante el más mínimo rumor procedente de la calle. Días de desear el final, fuera el que fuese.

Cuando, al fin, entraron en el pueblo, con el gesto fanfarrón y las maneras prepotentes de quien se siente vencedor y vinieron en busca del abuelo, por traidor, el tío Bernardino, sintiendo que, por fin y ahora si, se enfrentaba al enemigo, salió a la plaza a descargar el cargador sobre aquellos invasores.

Fue sólo un gesto último e inútil antes de ser abatido como la alimaña en que, decían, se había convertido.

El abuelo lloraba y temblaba como un niño. Suplicó, como nunca lo había hecho. Les pidió, por favor, que le mataran.

Se rieron de verle en este estado. Le obligaron a tumbarse boca arriba y desde el camión, entre risas, le mearon encima. Y le perdonaron la vida, pero no por piedad, sino por hacerle más largo el sufrimiento. Y le obligaron a enterrar al traidor con sus manos, como a un perro, en la tapia de atrás del cementerio.

Y de allí nació el silencio. Durante los años de su vida, el abuelo jamás volvió a dejar que, en su presencia, se volviera a hablar de todo aquello.