domingo, 16 de septiembre de 2007

Fábula Moral del Maestro Pereira (Versión apócrifa)

Nota Preliminar.

Como se dice en el texto, la cosa ocurrió en un homenaje a don Valentín García Yebra. Cuando le tocó intervenir a Pereira, animado por el fervor amistoso del público, se creció narrando lo que decía ser una anécdota verídica y que, a todas luces, parecía una ingeniosa fabulación de nuestro mejor escritor de cuentos. La verdad, creí que estaba improvisando y que todo quedaría en aquel momento glorioso y, para que no se perdiera, decidí escribir lo que ahora sigue. Hace tan sólo unos días, la he visto publicada en el último libro de Pereira y le he prometido al maestro que siempre contaré juntas las dos versiones. No por establecer comparaciones (ganas tendría de salir perdiendo) sino por certificar la veracidad de todo ello. Va hoy, por tanto, la versión apócrifa y en el próximo post dejaré la verdadera

Algunas veces (pocas, aunque ésta es una de ellas) me hubiera gustado ser Platón.

Seguramente parecerá otro gesto histriónico de mi carácter veleidoso, continuamente oscilante entre el deseo de ser fraile, tamborilero, cantante de Country en un bar de carreteras del Ohio, cronista de este reino en el que vivo y, ahora, por si ello fuera poco, ser Platón.

Lo digo, no porque quiera ir por la calle vestido con la sábana bajera, sino, más que nada, por poder (como él hizo con Sócrates) contar las glorias y enseñanzas del Maestro Pereira, que tiene la rara habilidad de escribir historias bien trabadas cuando habla.

Empujado por tal desvarío enfebrecido me he propuesto desarrollar hoy ante ustedes lo que podría ser el borrador primero de una futura “Epístola Moral del Maestro Pereira”.

Vamos allá.

Se celebraba esa tarde en el Principal del número 9 de la Calle del Pez (en la Embajada que este reino tiene en la villa, corte y capital de ese otro reino en que estamos enquistados) un calecho en homenaje al lingüista García Yebra.

Y allí, Pereira, oficiando de sí mismo, pontífice y maestro, inventó fingiendo recordar (o recordó fingiendo inventar, que ese es el meollo del perfecto narrador) una historia pícara, ingenua y sorprendente que el maestro presentó como un inigualable testimonio de la moral recia y firme de los paisanos de la tierra, a pesar de la apariencia que podría insinuar, justamente, lo contrario.

En su relato, lo que sigue ocurrió en un pequeño pueblo de Tierra de Campos (pongamos Grajal de Campos) un día de los calurosos del Agosto de algún año de entreguerras (entre cualquiera, que para el cuento poco importa).

Era la siesta de un día, como digo, en que el bochorno derretía los pardales en las sebes. El mozo soportaba en el doble, tumbado entre los sacos del centeno, la modorra que le había producido la frasca de clarete y el cocido generoso del almuerzo con su palmo de tocino, el morro, la papada, el bolo del relleno, los garbanzos, el chorizo y la pechuga de gallina.

Tal vez fuera la calor, el espeso zumbido de las moscas, el silencio ensimismado, el olor de los perucos, el demonio meridiano o el bravío de la edad; lo cierto es que el mozo sintió de golpe la turgencia de sus artes de varón revolcando en la bragueta.

Llamó a voces desde arriba, como aquejado de una dolencia mortal y repentina.

Y cuando Celina abrió la puerta, sobresaltada por las voces y la urgencia, le dijo el mozo, impasible y doctrinal:

-“Mira, Celina, mira lo que te pierdes por ser mi hermana” .

Y es que ya lo dijo Sigmund Freud (o debería haberlo dicho): cuando las leyes de los dioses se impusieron al deseo irrefrenable de la bestia, nació el hombre.

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