lunes, 21 de mayo de 2007

DE CÓMO EL CRONISTA DECIDIÓ SERLO EN UN FILANDÓN

Señoras, Señores:
Me presento de nuevo ante ustedes en este Filandón de San José como he venido haciéndolo fielmente los quince años anteriores.
Pero en esta ocasión, con una novedad que deseo hacerles notar:
La cosa es que, hoy por hoy, me siento definitivamente curado (o, al menos, así lo espero) de aquel arrebato literario que me hacía suponer estar en posesión de cierta habilidad para el difícil arte de escribir cuentos.
A decir verdad, no me he curado solo de tales fiebres tercianas: mucho me han ayudado los consejos y críticas de la gente del oficio: que si eran chascarrillos, más que nada; que si excesivamente costumbristas y locales; que si ya no van por ahí las modas y los modos; que si su arquitectura y técnica narrativa era pobre, ingenua y frágil.
Lo cierto es que con tales consejos (que nunca agradeceré en lo que valen) he decidido probar otros géneros en los que el ser viejo y con luces escasas sea un mérito y no un defecto.
Y pensando sobre ello, he resuelto que tengo yo tan pocos méritos como cualquiera para aspirar a ser Cronista Oficial de esta ciudad en la que vivo.
Con tal convencimiento (y por probar) me he puesto a la tarea y aquí les presento lo que pudiera ser el principio de una producción en tal materia:

Título:
SIN LEÓN NO HUBIERA ESPAÑA
O CRÓNICA DE UNA MODERNIDAD PERDIDA POR CULPA DE UN CONGRESO EUCARÍSTICO NACIONAL Y ONCE MIL POLLOS AL AST.

Desarrollo:

La ciudad a la que Pedrín dice que Marga llamaba “La Capital del Invierno”, aquella a la que Marga dice que Pedrín llamaba “ciudad de sotas, caballos y reyes”, o sea, este viejo León encanecido que habitamos desde antiguo se resistió fieramente a dejarse engatusar por la Modernidad.
Hasta hace apenas nada se parecía mucho más a la ciudad del año mil de don Sánchez Albornoz que a Florencia o a Manhatan.
Desde los cuestos de Trobajo, algunas casas entre chopos rodeando un iglesión desproporcionado entre los prados.
Si hubiera que poner una fecha o un momento para fijar la entrada en lo Moderno, tal vez hubiera que elegir entre alguno de los hitos históricos siguientes:
− Uno: cuando lo que antes llamábamos “el barrio” comenzó a llamarse “el polígono”.
− O dos: cuando dejamos de ir a Madrid al Corte Inglés porque abrieron el de aquí.
Sin embargo, tengo oído que hay quien pone los orígenes en aquel alcalde que sembró de parques y fuentes la ciudad como si en ello le fuera la vida o la bolsa.
Pero, en mi opinión, aquello se integró perfectamente en la cultura tradicional, sin estridencias, hasta convertirse también ello en copla tan popular como la Jota de Boñar:
A la entrada de León
Morano ha puesto una fuente
Para que todos la vean
Al volver de Continente.
Para mí tengo, por tanto, que la Modernidad tuvo en estas tierras un primer atisbo que no por fracasado es menos digno de ser recordado por los siglos.
¡Dios, casi no puedo creer que me haya sido reservado el mérito de inmortalizarlo!
Corría por entonces el año del Señor de 1964. Ya sé que a estas alturas podría parecer intranscendente decir que fue aquel el año en que alguien se empeñó en pasarnos por detrás 25 años de paz o en el que Marcelino le encajó un gol a los rusos que importó más al honor patrio que todas las victorias del Cid Campeador.
En lo que importa a nuestra historia, para que todo encaje en su contexto, convendría decir que fueron tiempos especialmente predispuestos a la cosa de los planes de desarrollo.
Y al grito de “este león se nos muere” fueron fraguando los proyectos:
Las fuerzas vivas (o que vivían de serlo) decidieron que el futuro de esta ciudad tranquila y seria no pasaba por aumentar el obrerío que, al final enrojecen y hacen ruido, sino por dedicarla a los Congresos.
Y Congreso por congreso, el que nos venía naturalmente al pelo para abrirnos las puertas del futuro era, sin dudarlo lo más mínimo, un magno y devoto Congreso Eucarístico Nacional que nadie podría discutir a esta ciudad que gozaba del raro privilegio de tener permanentemente expuesto el Santísimo Sacramento del altar.
Se hicieron todas las diligencias necesarias, se compuso un himno solemne para tal celebración y se comprometió la presencia de un cardenal de la curia romana y del General superlativo que, por entonces gobernaba.
Pero como suele ocurrir en épocas fecundas, también la iniciativa privada jugaba en el tablero: un joven empresario pensó que el futuro estaba en replantear la hostelería: adiós a las bodeguillas del barrio húmedo, a sus tapas y raciones de sangre y asadurilla. Un local luminoso, con cristaleras hasta el suelo, en medio de la arboleda de un paseo, con terraza alrededor a la sombra de los árboles y una extensa carta de sándwiches y platos combinados.
Se llamaría “El Oasis” y el lugar, el centro de Papalaguinda.
Y por una ocurrencia del destino vinieron a confluir en el espacio y en el tiempo los dos grandes proyectos primigenios.
La clausura del Congreso se realizaría en una Misa solemne de campaña con un altar construido bajo enorme baldaquino en el centro mismo del Paseo de Papalaguinda con sitiales preferentes para el General, su señora y los dieciséis obispos concelebrantes.
Treinta mil fieles se esperaba que acudiesen.
El joven empresario se preparó con el mismo fervor para atender las necesidades de tan nutrida y segura clientela. Treinta mil feligreses podrían consumir seguramente once mil pollos al ast y otro tanto en refrescos o en café.
Y llegó por fin el día. Un 10 de Junio soleado y sanjuanero. Un paseo adornado con guirnaldas y altavoces como sólo se había visto en los desfiles militares. Y gente, mucha gente de todas las riberas y montañas. Mucho más que en San Froilan, que ya es decir.
Y después, las emociones de un acto jamás imaginado: El General saludando en su Rolls Royce escoltado por su guardia de moros a caballo, recibidos y subidos bajo palio hasta el estrado, la homilía enardecida del cardenal en un español con acento a la italiana, mismamente como un papa, la ordenación sacerdotal de 20 curas, la apoteosis final del himno del congreso que los fieles entonaban brazo en alto, saludando a la romana.
Y el olor de pollo asado mezclado al del incienso como anunciando un tiempo nuevo.
Y el acto terminó y estaban ya los pollos preparados y creció el nerviosismo en las terrazas y los camareros dispuestos a acomodar a la gente sin follones ni atropellos.
Y nada. No hubo nada. Esperaron en balde. Los fieles, como siempre, se acomodaron en los bancos del paseo y dieron cuenta, como siempre de las tarteras que traían desde casa.
Dicen que aquella noche el joven empresario la pasó enterrando como pudo once mil pollos al ast recién asados.

Advertencia:
Me dolería que pensaran que lo que acabo de contarles es un nuevo chascarrillo inverosímil, un nuevo truco narrativo de mi pasado fantasioso. Una nueva recaída. Nada sería más injusto y traigo para ello el testimonio insobornable de los hechos:
Años más tarde, cuando en el mismo solar se instaló una franquicia del Mc Donald, al excavar para cimientos, los obreros encontraron once mil restos de pollos asados e incorruptos.

De todo lo cual, doy Fe. En León a tantos de tantos. El Cronista (y aquí, si fuera necesario, firma y sello)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Magnífico rato el que he pasado leyendo el relato...

Ramon Tabarron dijo...

Compañero Paco: que ninguna fiebre del pasado ponga fin a tu magnifica pluma del presente