El inglés que sabía
mucho de Biblias y de aluches
A
veces, en estos pueblos de montaña, nace algún niño moreno, pero con los ojos
claros, azules, por efecto, según dicen, de un extraño gen heredado de
ancestrales pobladores de estos valles.
Pero
este no era el caso de aquellos a los que, aquí, todos
hemos conocido siempre como “los biznietos del inglés”.
El
ingles, como ya tengo contado en alguna otra ocasión (que es lo que tiene este
oficio de ganarse el pan y los torreznos contando historias por las cocinas de
los pueblos), vino hace ya doscientos años, desde sus tierras inglesas del
condado de Norfolk, a vender de casa en
casa, por los pueblos de España, nada menos que
Biblias protestantes (que se dice
bien y pronto lo que es equivocarse de cuajo y por entero: vender Biblias a
paisanos ignorantes que sabían leer con la misma soltura que sus mulas y
adoctrinados por curas aguerridos, carlistas, trabucaires, capaces de haber
mandado al inglés a los infiernos, como cosa de obligado cumplimiento, sin
apenas dejar que soltara ni un resuello).
Éxito,
la verdad, no sé si tuvo mucho, que no creo;
pero el andar por los caminos (si podían llamarse caminos aquellas
trochas de una España montaraz e invertebrada) le permitió convivir con gitanos,
bandoleros, campesinos y pastores, toreros, mendigos y taberneros, manolos y
maleteros y conocer, de esta manera, estas tierras, sus paisanos y costumbres
con la mirada siempre nueva con que mira el forastero y elaborar un retrato
como pocas veces antes se había hecho.
Pero
el caso es que la misión de la venta de los libros avanzaba lentamente y el
pobre misionero comenzó a desfallecer,
sin recibir el consuelo (tal vez por ser inglés y protestante, por más
inri) que la Virgen
del Pilar le había prestado a algún otro misionero del pasado. Pero la Providencia que, por lo visto, no ha
tomado partido decidido por católicos o protestantes, hizo que, cuando se
disponía a abandonar la misión por el lado de Portugal, se encontrara, en las
dehesas extremeñas, con un grupo de pastores de estas tierras que había bajado
con sus rebaños en busca de los pastos del invierno.
Allí
se informó de que en estos valles de aquí arriba, por influjo de la abundancia
de curas, dómines y frailes, eran muchos los paisanos que leían de corrido y
que gustaban, incluso, de hacerlo por las noches, en voz alta, en las cocinas,
en algo que llamaban “filandones”.
Decidió,
entonces, como último recurso, acompañar a los pastores hasta esas tierras que
decían atravesando, al romper la primavera, interminables campos de rastrojos y
secanos, altas y frías parameras, monte bajo de urces y de escobas hasta que
llegaron, por fin, con las lilas de mayo, a sus casas y a sus gentes en el
valle de Prioro.
Y
le cambió al inglés la cara y el talante.
No tanto por el verdor de aquel paisaje que le traía el recuerdo de su
pueblo en Inglaterra. Sino por una
cierta proximidad en las costumbres, a pesar de la distancia.
Sobre
todo en aquello que aquí llamaban “los aluches” y que se parecía tanto a las luchas
de su condado o a las que él mismo, en otros tiempos, había presenciado en Escocia y hasta en otra
campaña misionera por Islandia.
Y
le dio por pensar, tal vez como fruto del cansancio y la nostalgia, que aquello
era mucho más que un puro juego o un deporte.
Que algo que se viene haciendo casi desde Adán, de Irlanda a Babilonia,
de Islandia a las Canarias, no puede ser otra cosa que un rito ancestral que
transmite los valores más fuertes y profundos para la estabilidad de los
pueblos y comarcas.
Y
se puso pesado al querer demostrar su teoría en la cantina: que no podía ser
juego o lucha lo que se hacía por maña, que no por violencia; no por afirmación
personal, sino por el honor del propio pueblo; no con ánimo de humillar al
adversario, sino de superarlo limpiamente, reconociéndose mutuamente el valor y
la nobleza (que, por eso, al final de la contienda, vencedores y vencidos
alzaban al rival en un abrazo, dando vueltas).
Se
puso pesado, la verdad, y nadie le escuchaba.
Pero
él, erre que erre, decidió suspender, de momento, la venta de las Biblias y
dedicarse por entero a la cruzada de elaborar un estudio minucioso, que
remitiría a la Sociedad Bíblica Inglesa.
Argumentando que sería un instrumento de muchísima eficacia para conseguir más
fácilmente la conversión de los papistas de estas tierras.
Le
llevaría un tiempo la cosa, desde luego.
Así que escribió también una breve nota a su prometida Mary Lee, que le
esperaba ansiosa para casarse en el otoño.
Le decía que la amaba tiernamente, que añoraba su sonrisa y su tarta de
manzana y que “¡resiste, vida mía, un poco más, que nuestra gloria y la Gloria del Señor será mayor
cuando esto acabe!”
Y
así pasó los meses, acompañando a Dacio, “el Junco de Tejerina” por todos los
corros de los pueblos. Tomando notas y
aprendiendo.
“El
Junco” pisaba igual de fuerte en el corro y en el baile de la noche (que el
gallo del corro no lo es menos con las mozas).
Pero que nadie crea que el inglés, en el lance de las mozas, se quedaba
rezagado, que un forastero rubio y bien plantado, con un hablar un poco raro,
como si fuera catalán, tiene mucho tirón entre las mozas que alimentan la vaga
fantasía de cambiar de vida y de suerte en otra parte.
Y
así fueron rodando las cosas, hasta que en la fiesta de Agosto de Prioro, la moza mayor de Sidoro el del molino,
aprovechando lo oscuro, después de algún tiento apresurado, sacó al inglés a
vueltas y le dio dos enteras aplicando sabiamente el sobaquillo y la cadera en
un aluche limpio, profesional y contundente.
Después de aquello, como
es lógico, el inglés dejó olvidado para siempre en la panera el baúl con las
Biblias protestantes, el informe inacabado de “el aluche como rito primigenio de identidad orgullosa con la tierra”
y las promesas de boda que, en su día, le hiciera a la dulce Mary Lee en las
tierras, cada día más lejanas, de
Inglaterra.
5 comentarios:
Es "lo que viene a ser" mi contribución al libro colectivo "Al corro". Una ampliacón de las tribucacones de "Don Jorgito, el inglés" autor y protagonista del maravilloso libro de Gerge Borrow, "La Biblia en España" a quien he querido rendir tributo de admiración
El otro día, un amigo americano que vive en La Matica, me descubrió el libro de un compatriota suyo viajero del mundo, de sus viajes por España en los años 50 y 60. Se titula "Iberia. Viajes y reflexiones sobre España" de James A. Michener. Lo he empezado y me parece fantástico. Fascinantes visiones de España de un ojo observador.
Amigo Flecha una vez más has dado en la diana. Da gusto leerte. Es un honor haber compartido contigo en alguna ocasión "éso" que le dijeron los pastores al inglés de los Filandones. Un abrazo y prepara alguno de pesca para Gradefes 2015, que, si Dios quiere - aquí sí somos creyentes...- allí estaremos. Un abrazo Leonardo de la Fuente.
Es cierto que nunca se ve tan claro lo que somos como cuando lo vemos a través de la mirada de un extranjero. O cuando adoptamos nosotros esa posición. Po eso pienso que los nacionalistas de cualquier tipo no son patriotas, sino miopes
Gracias, un disfrute de lectura.
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