miércoles, 2 de octubre de 2013

A los 50 años de Claraboya




Demasiado joven para recordar, demasiado viejo para olvidar.



En la vida (como en el resto de las otras dos heridas del alma del poeta: el amor y la muerte) siempre le queda a uno la oscura sensación de que las cosas le han llegado demasiado pronto o demasiado tarde.


Ahora, que he entrado en esa edad en la que ya es demasiado tarde para casi todo, recuerdo una de las primeras veces en que sentí que algo me llegaba demasiado pronto.


Podía ser, seguramente, una mañana de julio de 1964.  En la esquina de la plaza de Santo Domingo con Ordoño me encontré con Bernardino M. Hernando (Don Bernardino) y con Agustín Delgado.  A Don Bernardino le debía no pocas lecciones socráticas sobre la vida y algunas sobre la literatura.  A Agustín le profesaba el respeto casi idolátrico que los pequeños sienten ante los alumnos destacados de cursos superiores.  Y, por si fuera poco, era la persona más inteligente que yo había conocido y que, seguramente, ha pasado por aquel Seminario Menor en que sobrevivimos en un ambiente de silencio y frío.


Y Agustín me dio un recado:


-Dile a tu hermano que se anime y nos mande algo para la revista.


A mí me gustaba escribir, pero, a los 17 años, casi no se me ocurría de qué.


Era demasiado pronto.  Y bien que lo sentí.


Tuvieron que pasarme años y vida por encima para que me diera cuenta de que, sin saberlo, eran muchas las cosas que me unían con aquella gente a la que aún sigo admirando:


  •  En tiempos de maestros, ellos supieron (y fuimos aprendiendo) no ser discípulos de nadie.  Cuando murieron los maestros reconocieron el único magisterio de la amistad.  Creo haber leído de su mano una frase como ésta: “Huérfanos de maestros tuvimos que rescatarlos como amigos o como consejeros imaginarios”.

  •  Educados en doctrinas, huyeron de posiciones doctrinarias.

  •  Comprometidos en vivir, huyeron de cualquier afiliación.

  • Ligados a la tierra, como nadie, eligieron explorar otros territorios,  huyendo del  cómodo (y rentable) oropel de parnasillos provinciales.
  • Educados en el valor milagroso y sacramental de la palabra, hicieron de ella una herramienta dialéctica para hablar (y sentir), sin sectarismos ni retóricas vacías, de los grandes conceptos y de los pequeños gestos cotidianos.

  • Radicalmente críticos, descubrieron, sin duda, la enorme eficacia de la socarronería.

  • En tiempos de fieras individualidades o de pomposas “generaciones” prefirieron para sí la consideración colectiva y solidaria de “Equipo Claraboya” (o “los claraboyos”).

  • A los tiempos de lentos atardeceres  o de amaneceres imposibles les ofrecieron resistencia a cuerpo limpio, viviendo, simplemente.  Que no es poco.

Pues bien.  No sabría juzgar sobre el valor de Claraboya como “episodio fundamental en la renovación poética de los años sesenta”.  Que no es lo mío.  Y ya lo han hecho otros, sabiamente.


Pero sí quiero decir que alabo y agradezco esta aventura de compañeros que vieron claramente, cuando entonces, en plena juventud, lo que yo mismo he ido entreviendo y deseando a lo largo de la vida.


Sólo me queda una espina.  Y así lo digo.


En esta tierra cazurra todavía somos capaces de reconocer (y hasta admirar, si nos vemos obligados) las obras realizadas, pero ¡Cuánto cruel olvido y menosprecio, tantas veces, a aquellos que lo hicieron!


Que queda pendiente un justo y merecido homenaje a todos ellos.  Y digo a todos, incluyendo a Bernardino, a Higinio del Valle, Antón Díez, Carvajal… y todos los demás.


Por orden alfabético.

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