domingo, 9 de diciembre de 2012

Los primos de la Argentina

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No se le ocurría otra razón para explicar el moderno despego de la gente como no fuera echarles la culpa a los americanos, que así como algunos pensaban que todo lo bueno nos ha venido de América, otros, los rojos, mayormente, les atribuían, con igual saña y candor, la enciclopedia completa de todos los males.

La cosa es que aquí nunca se vio que alguien, llegado a la mocedad, se fuera a mil kilómetros de distancia (ellos dicen millas, que lo cantan: "Five hundred miles, five hundred miles..."), de Cleveland, Ohio a Denver, Colorado, un suponer, y no volviera a ver jamás a la familia, por mucho que le entrara la murria pensando en la cinta amarilla que colgó en el viejo roble con la promesa de volver y traerle a la llorosa Mary Jo lo que allí llaman un "wedding ring", que a saber lo que será.

Pues no señor, no, dónde vas a parar. Que cuando aquí la gente, empujada por la hambruna y la avaricia de la tierra, se marchaba al fin del mundo, pon que a Cuba o la Argentina, seguían unidos (ellos, los hijos y sus nietos) al pueblín y a los parientes que habían dejado por aquí.

Al menos, él hablaba por los suyos, porque yo, la verdad, no podía decir lo mismo, que el tío Felicísimo, el hermano del abuelo, se fue para Argentina y hasta hoy, que no hemos vuelto a saber si vive o pena.

Pero en su caso, no, que los tíos Porfirio y Adelaida se fueron para la Pampa en 1924 y, a pesar de los apuros (que pasarlos, los pasaron), la distancia y los años transcurridos, nunca faltaron por Navidad, según decía, los paquetes en ambas direcciones con cartas, las fotos de los niños y los dulces de la tierra: capias, alfajores, pellizcos de Quequén, garrapiñadas venían de la Argentina y para allá, en igual correspondencia, se mandaban turrones, polvorones, peladillas, tarta de trucha y nicanores de Boñar.

Y así, año tras año, como un encargo religioso que pasó fielmente de los padres a los hijos.

El contenido sólo cambió el año aquel en que, a las golosinas de los años anteriores, les acompañó una cosa como ánfora de lata, llena de un polvillo ceniciento que, después de mucho suponer, los parientes de esta parte de la historia interpretaron que sería, seguramente, eso que los argentinos llaman "mate" y que lo toman con la misma devoción y el entusiasmo con el que en el pueblo se toma el carajillo.

Pero bien se ve que las cosas, muchas veces, sólo gustan si te has criado con ellas desde niño, que rara vez se aficiona uno, de grande, a novedades. Pues (dicho sea sin ánimo de ofender), aquello era un brebaje un poco insípido y, la verdad, algo dificil de tragar. Pero, por no desairar y hacer desprecio del regalo, a trancas y a barrancas, lo fueron terminando.

Y, justo al terminar con aquel sufrido ritual de la amistad agradecida, llegó de la Argentina aquella carta que decía:

- Queridos primos: como habéis podido ver, os enviamos, en un ánfora, las cenizas de la tía que siempre quiso volver y descansar en los praos de La Mesona donde pasó, según decía, las tardes más felices de su infancia.

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