domingo, 12 de agosto de 2012

Biblias en España


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Don Jorgito el inglés, rubio como un querubín de los retablos, de cara repulida como una damisela, pero de un hablar recio y retorcido como de mozo de escuadra catalán, vino hace ya doscientos años, desde sus tierras de Irlanda, a vender de casa en casa por los pueblos de España nada menos que Biblias protestantes (que se dice bien y pronto lo que es equivocarse de cuajo y por entero: vender Biblias a paisanos ignorantes que sabían leer con la misma soltura que sus mulas y adoctrinados por curas aguerridos, carlistas, trabucaires, capaces de haber mandado al inglés a los infiernos, como cosa de obligado cumplimiento sin apenas dejar que soltara ni un resuello).

Se hacía acompañar (como antes lo hiciera Don Quijote y como corresponde a un caballero) de un criado griego, mozo de mulas y equipajes que, consciente de estar en tierra extraña, mezclaba las palabras de la tierra con lo que sabía de turco y de italiano.

En los caminos, los duros caminos de la España montaraz y montañosa se encontraron con huestes enteras de truhanes, peregrinos, arrieros, tratantes de la meseta camino de alguna feria y gallegos de vuelta a sus lugares después de haber segado a golpes de hoz, de sudor y de "saudade" los campos ardientes de Castilla.

Precisamente en una de esas charlas de camino, en conversación con Celestino, gallego de Ventosela, parroquia de Redondela, provincia de Pontevedra,encaminada la charla a la cosa de la fe, llegó don Jorgito a preguntarle al segador si creía en Dios nuestro Señor

- "Pues no sé qué le diría.  Tal vez sí y tal vez no.  Que eso de Dios es cosa de pueblos grandes.  De Mondoñedo, por ejemplo, que allí tienen hasta obispo.  En nuestro pueblo, mire usted, solamente tenemos la ermita de San Benito y en él creemos, mas que nada".

Sintió Don Jorge la firme tentación de contestarle con las palabras de Don Luis, aquel cura de Creciente que amonestaba a los feligreses con aquello de que, al lado de Dios, San Benito era una mierda, pero calló prudentemente.

Pero empezó a barruntar, a partir de aquel encuentro, que tal vez fuera una locura o, al menos, un absurdo disparate, esta cosa tan sutil y desmedida de recorrer los caminos y querer vender Biblias por las casas como si fuera pimentón o chocolate.


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