martes, 14 de octubre de 2008

Aquellas tardes con la abuela

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Se había convertido ya en una costumbre irrenunciable. No podía dormirse, a menos que, después de rezar sus oraciones, con la luz apagada y bien acurrucado entre las sábanas, recordase, día tras día, con la monotonía que exigen los rituales que marcan más profundamente nuestras vidas, aquellas tardes apacibles en el salón de la abuela.

La abuela hacía ganchillo en la mecedora junto a la enorme chimenea en la chisporroteaban, como en una fiesta, los gruesos troncos de roble. En la gramola sonaban, en recuerdo del abuelo, los mismos tangos porteños que trajo de sus tiempos de Argentina. Al oirlos, la abuela, a veces, suspiraba quedamente, como quien vuelve (también ella) de un territorio querido y tan lejano.

Otras veces, lo recuerdos giraban en torno a la cena familiar en Nochebuena, en la que no faltaba el pavo relleno, las peras al vino, los turrones, la anguila de mazapán, las castañas confitadas y las risas de las primas con las que jugaba al escondite en la enorme galería.

Eso sí, siempre eran recuerdos entrañables de aquella casona de la abuela tan soleada y calentita, oliendo a mazapán, a leche frita y a rosquillas.

Recuerdos placenteros que le ayudaban a dormir y a soportar el frío y el silencio de aquel internado que era su única experiencia, el mundo cerrado en el que había vivido desde siempre.

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3 comentarios:

Anónimo dijo...

El cuadro que ilustra este relato fue pintado por Picasso cuando tenía 12 años (1892). Esto ilustra aquella frase que se le atribuye: "Cuando era un niño pintaba como Leonardo, pero han tenido que pasar setenta años para aprender a pintar como un niño".

Cecilia de la Vega dijo...

Qué placer cada vez que paso por acá. Leo todo de un tirón y quedo "pupuda" por unos días de tanta buena letra.
Cariños.

Francisco Flecha dijo...

Gracias Cecilia. Tus comentarios son siempre exagerados, pero no sabes cómo alimentan mi vanidad.
Saludos