domingo, 20 de abril de 2008

El Marqués de Pobladura.

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Pobladura comenzó, al fin, a morir (o, al menos, nos hicimos conscientes de su muerte, allá en La Nava) el día en que se quemó la casa del marqués.

No hay nada que sobrecoja tanto en estas tierras como el fuego o las tormentas. El resto de los males parecen siempre la consecuencia natural del implacable caminar de la máquina del cielo. El fuego y la tormenta tienen algo de castigo inesperado.

Comenzó a arder por las paneras, se extendió el fuego al corredor, a la bodega. Cuando comenzaron a dar la alarma las campanas, el fuego había llegado a los tejados. Se derrumbó con estrépito la vigada de la sala alta y las brasas cayeron crepitando hasta el portal.

Todo fue inútil. A la mañana siguiente solo quedaban las paredes renegridas de humo de la fachada principal. Y los trozos del escudo que remataba la portada (que siempre creímos que lo había esculpido un cantero de Toledo) aparecían esparcidos por el suelo mostrando la impudicia de sus hechuras de argamasa.

Es cierto que la casa del marqués hacía muchos años que no era lo de antes: ni caballos, ni calesas, ni los muebles de castaño, ni la armadura del portal, ni criados, ni los cuadros del abuelo. Todo se había ido perdiendo poco a poco a medida que se hacían más frecuentes las juergas del padre del marqués.

Juergas de señoritos con amigos de Madrid, que venían con mujeres de la vida, vestidas de cupletistas y pintadas como monas y a las que hacían correr, borrachos como cubas, en pelotas por la huerta, azuzando a los perros y disparando al alto la escopeta

-"¡A por ellas, Sultán, que son conejos!".

Por eso extrañó tanto en La Nava que Don Paco, el marqués, hubiera salido tan santurrón. Decían que hasta había querido meterse trapense, cuando mozo.

Después se fue a Oviedo con su tío el arcipreste que estaba de cura en la iglesia de San Tirso. Allí estudió Derecho y decían que era un procurador de mucha pompa.

Venía cada año a La Nava, por Noviembre, a cobrar las rentas de las fincas.

Impresionaba verle, grandón como un apóstol, con su capa y su sombrero (Venía en taxi desde Oviedo y contaban que, alguna vez, había hecho volver al taxista desde el puerto porque había olvidado su sombrero). Mandaba decir unas misas a Don Pedro por sus muertos y se volvía para Asturias sin hablar con nadie del pueblo. Sólo Loreto se atrevía a dirigirle la palabra.

Loreto era una mujer entera como pocas. Ni los muertos la asustaban. De ella se contaba que después de tres años de viuda fue sola un domingo por la tarde al cementerio para advertirle a voces al difunto:

-"¡Luis, que vengo a decirte que me caso, porque si no estás mejor que yo bien amolao estás!".

Y es que Don Paco, además del porte y de aquella humanidad como un castillo tenía un no se qué de autoridad capaz de impresionar a un arzobispo.

Y no se crea que esto es hablar por hablar. Solo habría que recordar aquella vez que Don Paco decidió organizar una peregrinación a Roma para ganar el jubileo con la Adoración Nocturna de Asturias y León. Fueron meses de trabajos, de cartas, de visitas, porque al marqués le gustaba ser muy escrupuloso con todas estas cosas. Había comprado setecientas banderas nacionales y otras tantas pontificias, mil quinientas insignias, estampas y rosarios y una virgen de escayola para llevarle de regalo al Santo Padre.

Se instaló una semana antes con todo este equipaje en el Hostal para que nada se olvidara. Fue allí donde se enteró, al leer el ABC que le subían cada día con el desayuno, de que en el Concilio se estaba discutiendo la conveniencia de suprimir las indulgencias.

Le pareció una traidora puñalada. Ahora que faltaban cuatro días para la peregrinación de sus desvelos.

No lo pensó dos veces. Pidió papel y mandó con toda urgencia el siguiente telegrama:

"A la atención del Santo Padre. Ciudad del Vaticano. Ruego suspenda de inmediato debate indulgencias. Stop. Caso de resultar imposible ruego tal medida no tenga efectos retroactivos. Firmado: Francisco de Paula, hijo fiel de la Iglesia y Marqués de Pobladura".


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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Leerte es como viajar, cambiamos de escenario con cada entrada y lo mejor de todo, sin apenas notarlo. :)

Anónimo dijo...

Gracias, amiga mía por tus palabras. Ya se sabe que escribir (y leer) es un largo viaje en una compañía de "bajo coste".
Un abrazo