domingo, 26 de agosto de 2007

Aquel maldito Blog

Cuando alguien le preguntaba, respondía que había escrito desde niño, que el escribir era ya, para él, como una segunda naturaleza que le acompañaba desde que tenía conciencia de su existencia.

Aunque, bueno, la verdad, cuando aquello comenzó a convertirse en algo habitual y necesario como el comer o el respirar, fue en la primera adolescencia.

De entonces conservaba todavía un diario, algunos cuadernos con poemas y hasta el esbozo de una novela en la que, como no podía ser de otra manera, el protagonista era un muchacho desgraciado sufriendo en silencio los males de un amor jamás correspondido que disfrazaba, sin duda, sus primeros desengaños.

En fin, cuestiones intimistas, más que nada. Cosas de la edad, como los granos.
Ahora, sin embargo, había llegado a esa edad en la que uno comienza a pensar la vida como si fuese la de otro, después de tantos desencuentros, de tantas despedidas y sintió, con la misma urgencia de aquella adolescencia, la necesidad de contar algo, cualquier cosa que le diera la oportunidad de ser escuchado por alguien en este mundo de prisas, de trenes que se cruzan, donde parece que todos hablamos a la vez.

Tal vez fue esto y no otra cosa (si no de qué) lo que le empujó a esa cosa tan moderna de abrir un Blog.

Lo abrió creyendo encabezar una legión (¿Cómo iba a saber que cada segundo que pasaba se abrían uno o dos?). Y allí, con el dulce temblor de los principios, fue escribiendo sin parar. Al principio eran sólo algunas historias intrascendentes de pequeñas gentes y cosas de un reino imaginado que, según decía, mermaba cada día. Después, algunas reflexiones; más tarde, sus más íntimos deseos, mostrando desnudeces que nunca había confiado ni siquiera a los amigos.

Después de un tiempo de abrirse así en canal frente a la máquina, y al ver la velocidad con la que sus propios escritos desaparecían, empujados por la urgencia igual de voraz y apresurada de otros que también querían hablar de sus cosas en el mismo sitio y al mismo tiempo, le asaltó una duda corrosiva: ¿Y si nadie escucha? ¿Y si no hay nadie ahí? ¿Y si todos y cada uno estamos solos, aunque escribiendo en compañía?.

No lo pudo evitar. Escribió y escribió continuamente para no desaparecer de la lista de los últimos “post” en la pantalla.

Y nada. Ni un solo indicio de que alguien leyera sus escritos. Ni un solo comentario.

Hasta que, por fin, apareció ella (o él ¿cómo saberlo en un mundo de “Nicks” imaginados?): Era ella, Sweet Green Apple, según dijo llamarse.

Y entonces, en realidad, comenzó el auténtico sinvivir: continuamente mirando por si llegaba algún nuevo comentario.

Comentarios que eran cada vez más directos y personales. Después de un tiempo, ya no hacía referencia a los escritos, sino a la propia vida real hasta el punto de que, últimamente parecían leerle el pensamiento, contestando a preguntas e inquietudes que no recordaba haber manifestado, dando su opinión sobre proyectos que aún estaba pensando.

Aquello le hizo enloquecer. Fingió una enfermedad. Pidió una baja y se atrincheró frente al ordenador, olvidando cualquier otra ocupación.

Hasta que el sueño le vencía.

En una de estas cabezadas de un sueño ocasional y enfebrecido, le despertó la alucinada sensación de que era su propio teclado, por su propia iniciativa, quien escribía por su cuenta las respuestas a sus post.

Enloquecido, ya lo dije, compitió con él en un diálogo acaballado y pasional, como una autentica discusión matrimonial hasta adquirir los tintes y derroteros de una auténtica ruptura irreversible.

No pudo más.

Cogió la grapadora como Hércules su maza y se deshizo a martillazos del ordenador, que insistía, hasta el último momento, en aquellos comentarios.

No quedó nada de él. Se ensañó especialmente, como si le trajera a la memoria recuerdos indeseables, con la pequeña manzana mordida que el ordenador lucía como logo.

Desde entonces, a la gente le extraña la media sonrisa que le ha quedado, imborrable, en el semblante.

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