No está claro si Apolonio
agradece en el retablo
que se librara su suegra
de purísimo milagro
o si da gracias al cielo
del magnífico porrazo
con que la pobre ha quedado
hecha un purito guiñapo.
Pequeñas historias de un reino que dicen que existió por estos valles cuando los osos cazaban a los reyes en justa represalia a sus ballestas y que, tras largos y gloriosos años de rencillas cazurras entre hermanos, cuchilladas certeras entre abades y fieros mordiscos silenciosos y canallas se ha ido acurrucando entre aquello que queda de dos rios y donde sueña enfebrecido, todavía, agitando la bandera, algún caudillo.
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